jueves, 6 de diciembre de 2012

ALGO TENDRÁN EN COMÚN


Una fila de estanterías ocupaban las paredes del  despacho, encima de la mesa un teléfono, un cenicero repleto de colillas y un montón de preguntas surgidas de las cenizas de un cigarro. En la calle, como siempre, sonaba la bocina de algún coche y el ruido de una moto entraba por los barrotes de la ventana.  Sentado en su sillón giratorio, el Comisario de policía, Santiago Torres, movía el asiento de un lado para otro, mientras esperaba a su ayudante. 

-Buenos días comisario, -Emilio Gutiérrez interrumpía su meditación- aquí le traigo las fotos y los informes, hemos interrogado a todos los empleados, todos colaboraron sin rechistar. A simple vista son personas corrientes, ninguno parece ocultar nada, es gente de lo más normal. 

-Está bien Emilio, ahora tenemos encima de la mesa los secretos más íntimos de la plantilla de un banco, ¿por dónde empezamos?. -Cogió las fotos en sus manos, las revolvió y se dispuso a tirarlas al aire. Mientras las fotos caían sin orden comentó: los que queden boca arriba serán las personas que investiguemos a fondo.

Solamente cuatro rostros quedaron boca arriba, Amelia Martínez, Alvaro Pérez, Maribel Gómez y Juana González.

-¿Qué tendrán en común estas cuatro personas? –preguntaba ensimismado Santiago-. Amelia es ordenanza, Alvaro es el Director, Maribel es administrativo y Juana es la jefe de informática. 

Colocó cada foto con una chincheta en el mapa de la ciudad que tenía en el tablero de la pared. Situó cada una en su domicilio correspondiente. Resultó curioso comprobar que los cuatro vivían en la misma zona. 

-Un vigilante las veinticuatro horas del día para cada uno de los sospechosos –ordenó. 

Gutiérrez comentó que los sospechosos tenían las mismas costumbres. De casa al trabajo, del trabajo a casa. Los sábados hacían la compra semanal y los domingos salían de excursión, o iban al cine. Nada digno de destacar. 

-Ahora dígame Gutiérrez, qué relación pueden tener estas cuatro personas con Agustín. Ninguno era amigo íntimo, únicamente Amelia tomaba un café con él y de forma esporádica. ¿Tú crees que tenían algún motivo para pegarle un tiro, así a boca jarro? 

Gutiérrez abrió la boca para contestarle, pero Santiago no le dio opción, dejó los informes encima de la mesa y volvió a mirar las fotos. Amelia era morena, con el pelo recogido en una coleta, sus ojos eran negros, las cejas pobladas y una nariz perfecta, tendría treinta y cinco años. Alvaro, el Director, acababa de cumplir los cuarenta, era calvo, los ojos pequeños y la nariz más bien grande. Maribel no parecía tener más de veinticinco, tenía el pelo castaño, los ojos claros y la nariz respingona. Juana era la que aparentaba más edad, cerca de los cincuenta, también era morena, los ojos rasgados y la nariz achatada. 

-Mira Emilio cuando yo interrogo a un sospechoso me fijo en sus labios, los gestos de la boca es lo que más me desconcierta,  la firmeza de las palabras, el sonido de la voz, es como hacer un sudoku, todas las filas tienen que sumar igual, ningún número debe repetirse. Los mismos sonidos delatan nerviosismo, secretos escondidos y sin quererlo el gesto de la boca delata al culpable. 

Emilio escuchaba en silencio, sin atreverse a intervenir.

-Mira -tapó la nariz y los ojos a los cuatro- dejamos a la vista su boca. Alvaro luce un pequeño bigote que cubre la boca medio abierta, parece asustado. Amelia tiene los labios carnosos y parece que sonríe. Maribel luce una boca grande, su gesto no insinúa nada. Los labios de Juana dibujan desilusión y amargura.

-He comprobado los datos de cada uno de ellos –interrumpió Emilio- Alvaro, está casado, tiene cuatro hijos, su principal afición los días de fiesta es ir a andar en bici. Su mujer trabaja de administrativa en una oficina de seguros. Tiene un Bmw, una moto, un golf y un  piso en Salou donde van a pasar las vacaciones de verano y –continuó- Amelia no tiene aficiones aparentes, es soltera, vive en un piso compartido con otras dos personas, no tiene posesiones, todo lo más la casa del pueblo de sus padres donde suele ir a pasar los fines de semana. Cuando regresa llega cargada de verduras y frutas que reparte entre sus vecinos. –dándose un respiro señaló la foto de Maribel- ella  vive con su madre. Los días de fiesta le gusta ir a bailar a discotecas, y alguna vez ha llegado borracha a casa. Y por último Juana, vive sola en una casa de cuatro pisos, no hay vecinos porque la casa está a punto de ser derribada por el ayuntamiento, ella se ha resistido a marcharse, pero algún día le obligarán a abandonar la vivienda.

-Nada hace sospechar que detrás de estos rostros se esconda un asesino, un ladrón o un cobarde, o, lo que sería más sorprendente, un contraespía al servicio de, vete tú a saber, qué clase de mafia –comentó Santiago.

-Como usted dice –Gutiérrez pensaba en voz alta- el robo del mobiliario, la falsificación de facturas, el asesinato de Agustín, qué tienen que ver con una gente que parece honrada, porque si la honradez se lleva grabada en el rostro, los labios delatan mentiras, y la nariz nunca dice nada no entiendo qué parte de su propia personalidad se va a delatar. Lo más sorprendente es que no tienen deudas con hacienda.

-Tenemos delante un duro trabajo Emilio, cueste lo que cueste daremos con el asesino y dejaremos al descubierto la trama de la estafa. Será difícil, pero lo conseguiremos, y ahora, ánimo y manos a la obra.

oooOooo


El director del banco miraba la sala detrás de los cristales de su despacho. Todos los puestos de trabajo estaban ocupados, el ruido del teléfono iba a unido a los movimientos de las manos. Su mirada se paró un momento en la mesa de Agustín, el ordenador estaba apagado, la silla vacía y el teléfono mudo.

Amelia apareció como un fantasma por detrás de la puerta.

-¿Se puede? –dijo- buenos días, aquí le dejo el correo. 

Y se volvió por donde había venido.

Alvaro la observó durante un rato. Hasta que el sonido del teléfono le sacó de sus ensoñaciones.

-¿Diga?
-Le llama su señora –le contestó una voz al otro lado del teléfono.
-Almudena, te he dicho miles de veces que no me llames a la oficina.
-Alvaro que me han llamado del colegio para decirme que Juanito ha pegado a una niña, y me piden que vaya enseguida. Yo no puedo ir porque tengo mucho trabajo.
-Está bien, iré, pero ¿quién ha llamado?
-Ha llamado la señorita Blanca, su tutora.
-De acuerdo, ahora mismo voy.

Amelia acababa de repartir el correo. Tenía la orden de desalojar la mesa de Agustín, debía de vaciar los cajones, tirar lo que no sirviera y toda la documentación que ella considerara importante meterla en un archivador.

Con el alma encogida abrió el primer cajón. Bolígrafos, lápices, gomas de borrar, tacos de calendario pasados, y una agenda que, disimuladamente, se guardó en el bolsillo de la bata pensando echarle un vistazo cuando no hubiese nadie delante. Abrió el segundo cajón y encontró varios expedientes ya caducados, un folio donde había dibujado un croquis y un cuaderno sin estrenar. Metió el folio dentro del cuaderno y pensó que lo utilizaría para anotar los trabajos que diariamente le encomendaban. Le extrañó que la policía no hubiera  revisado la mesa, pero lo que más le extrañó fue encontrarse el móvil encima de la bandeja del correo. Allí seguía, mudo, pero seguro que escondía los secretos más íntimos de su dueño. Se creyó legítima heredera y disimuladamente ocultó el minúsculo aparato debajo de la manga de su vestido.

-¿Qué? ¿has encontrado algún tesoro? –Miguel, el compañero de mesa de Agustín, asomaba la cabeza por encima del ordenador.

-¡Uy! qué susto me has dado, no parece haber nada raro en estos cajones, lo de siempre, lápices, papeles con muchos números, y muchas gomas de borrar, no sé para qué quería tantas gomas.

-Sí que era un bicho raro ese Agustín –comentó Miguel en voz alta.

-A mi no me parecía ningún bicho raro, era una persona normal, quizás un poco impaciente, a lo mejor un poco gruñón –Amelia disculpaba a su amigo- pero porque tenía mucho trabajo, yo no me creo que fuera un ladrón ni siquiera me trago lo que dicen de él, que era un espía infiltrado. 

-Pues una vez yo le vi hurgar en la mesa del Director, recuerdo que le pillé in fraganti, cuando me vio me lanzó una mirada fría y penetrante, imagínate que se me puso la carne de gallina.

-Seguramente que el Director le habría pedido que le buscase en sus cajones, Agustín no era curioso, vamos yo no lo creo. Era muy directo, si te tenía que decir algo de lo decía a la cara, y últimamente las cosas no le debían de ir muy bien, a mi me dijo que su novia le había dejado.

-Pues algo se traía entre manos cuando lo mataron. –Miguel no quiso continuar la conversación sabía que Amelia lo defendería de todos modos.

Amelia siguió limpiando los cajones, encontró una caja de caramelos, la abrió y se encontró varios pendrive, numerados, I, II, III, IV. Los volvió a dejar en su sitio, y siguió con su quehacer.

-¿Qué Amelia, has descubierto alguna pista? –preguntaba Maribel al otro lado de la mesa.

-Ya está bien, ¿no?, dejadme en paz, que tengo muchas cosas que hacer, y que sepáis que Agustín era un buen hombre, él era incapaz de hacerle daño a nadie –Amelia protestaba, incómoda por ser el centro de todas las miradas.

-En eso estamos de acuerdo, él decía siempre que no entendía los motivos que conducen a una persona a matar a otra -contestaba Maribel- era incapaz de matar una mosca, pero no sabemos si era un estafador. Y si su novia lo había dejado seguro que fue por algo.

-Eso solamente lo sabía él, y si tanto te interesa ¿por qué no hablas con su novia? –respondió Amelia.

-Porque no sé quién es, ni como se llama. Además, tengo entendido que la dirección que teníamos de su casa era falsa, él nunca vivió en el domicilio que figuraba en el carnet de identidad, incluso mucho me temo que su DNI era falso. Yo creo que Agustín era un fantasma venido del más allá y nos engañó a todos. Si hasta intentó ligar conmigo –ya lo había dicho, Maribel tenía ganas de que todo el mundo lo supiera-, fue un año antes de que tú llegaras –cerró los ojos intentando evocar el momento, pero fue en balde, el rostro de Agustín se había borrado de su mente.

-Bueno, ya basta, Maribel por favor, que no tengo ningún interés por saber más, y si intentó ligar contigo sería porque habría visto algo bueno en ti.

-Chica como te pones –Maribel se dio la vuelta y volvió a su trabajo.

continuará...

Charo Ruiz
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martes, 27 de noviembre de 2012

EL DESMEMORIADO



 -¿Qué día es hoy?
-13 y martes y ya sabes el refrán: ni te cases ni te embarques.
-Ya sé, es día trece, pero ¿de qué mes?
-¿No sabes en qué mes vivimos? Estamos en septiembre, mujercita, en septiembre.
-O sea que es 13 de septiembre.
-Sí y sólo faltan dos horas para que acabe y empiece el 14.
-¿Seguro que has dicho que es 13 de septiembre?
-Pero mujer, ¿qué te pasa?  Creo que cada vez estás más sorda.
-Es que me quería asegurar de que me habías dicho que hoy es 13 de septiembre.
-Sí, todo el día y ayer fue 12.
-Y mañana será 14, como bien te he oído.  ¿Qué pasó un 13 de septiembre?
-El 13 de septiembre de 1213 muere Pedro II de Aragón; el 13 de septiembre de 1598 muere Felipe II; el 13 de esptiembre de 1923 es el golpe de estado del general Primo de Rivera; el 13 de sep...
-No sigas.  Yo estaré cada vez más sorda pero tú eres un amoroso desmemoriado, aunque tengas una memoria histórica que da asco.
Luis le dio un beso y le dijo: perdona, se me había olvidado.  Ya sabes el refrán: más vale tarde que nunca.
Un 13 de septiembre de hace más de cuarenta años Luis y Luisa se habían casado.

Begoña Azcona

viernes, 23 de noviembre de 2012

Era feliz hasta que.

 Era feliz saltándose a la torera todas las normas, sobretodo las de tráfico, hasta que un día lo multaron y le retiraron el carnet. Decidió hacerse policía, sí policía y si era de tráfico mejor.

Era feliz siendo policía de tráfico, poniendo multas por doquier, a todo el que pudiera; y si no se lo merecían, mejor. Era feliz, hasta que un día le bajaron el sueldo, se lo bajaron un diez por ciento y le quitaron la paga de navidad. Decidió hacerse político, sí político y si era de un partido exitoso, mejor.

Era feliz siendo político en el gobierno, saltándose las promesas electorales y las normas a la torera, bajando sueldos por doquier, a todo el que pudiera, haciéndose rico en la pobreza. Era feliz hasta que un día los bancos le dijeron que tenía que terminar destruir su país, por el bien de la economía. Decidió dejar el país, sí dejarlo. Decidió hacerse banquero.

Era feliz siendo banquero en otro país, más rico, saltándose las normas internacionales a la torera. Era feliz sacando dinero a los deudores, a los que ya no tenían casi para pagar, alargando sus deudas —para no ahogarlos tanto— y así poder sacar dinero durante muchos años. Era feliz hasta que un día ya nadie pudo pagar, y el sistema “eterno” se fue al demonio. Decidió que era hora de reflexionar, de ver su pasado, de ver qué quería y qué podía ser a partir de ese momento. Decidió pegarse un tiro en la cabeza.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Cielos de espanto (parte I y parte II)


Cielos de espanto

Nada más atravesar la calle miró hacia arriba, el firmamento despuntaba destellos rojos por detrás de la montaña, era como si una explosión nuclear provocara aquel incendio sin víctimas. En su cara se dibujó una sonrisa y siguió admirando el espectáculo mudo de luces multicolor por detrás de las siluetas negras de siempre; casi se da un golpe con la fachada de la tienda, había llegado sin darse cuenta.

Marisa llegó antes, como de costumbre, ella venía en bicicleta y la dejaba enfrente. Se dio cuenta de que algo alegraba a Ramón y le preguntó qué era. «Ese cielo hermoso» respondió él y volvió a asomar al ventanal para verlo nuevamente, «pareciera que algo increíble estuviera pasando, no sé, algo como una explosión muy lejos, extraterrestres que se ocultan detrás de esas montañas, incendios radioactivos, algo distinto». La joven lo miró con ternura, era como tratar con un adolescente, esa cándida soltura con la que decía las cosas provocaba en Marisa un cariño especial. Se acercó a él y le acarició con sutileza en la espalda.

—¡Qué buen día tenemos! ¿Visteis el cielo? Es un regalo empezar el día así. Casi se me cae la bicicleta mientras la ataba a la señal mirando ese amanecer, ¿no me digáis que no os habéis dado cuenta?— señalaba con el brazo Marcelo a través del ventanal donde se reflejaban aún rayos rojos y amarillos.

—De lo que me he dado cuenta es de que has apoyado tu bicicleta sobre la mía, ¿no tenías otro sitio?— espetó señalando los vehículos Marisa, no era la primera vez que se lo comentaba.

—Bueno, vale, otro día aparco lejos de su «lujosa» máquina de transporte, Señorita— dijo dando un tono burlesco a la palabra —pero no voy a dejar que opaques ese estupendo cielo con tu amargura mañanera. ¿Has visto o no has visto ese estupendo y terrorífico cielo de hoy?

—Hoy y muchas más veces, ¿qué os pasa a los dos? Vaya fijación con el cielo, mil veces se ha puesto así. ¡Así es por las mañanas! ¿Queréis saber algo? Los rayos del sol entran en un ángulo determinado por la mañana y ese ángulo hace que los de frecuencia más cercana al infrarrojo y al rojo sean más visibles que los azules y ultravioletas. Ya está, es pura física. Nada de maravilloso, estupendo, terrorífico, ni nada.  No hay incendios, radioactividad, extraterrestres ni ninguna otra paranoia o poesía posible en esto. Es sólo luz, longitudes de onda y un ángulo. No hay más.

—¿Extraterrestres? Ramón esa locura es tuya, no mía, pero me gusta tío, me gusta…— y le dio una palmada en la espalda, ésta era menos cariñosa.

El cambio de ánimo de Marisa había trastocado gravemente a Ramón, antes de que entrara Marcelo, estuvo a punto de decirle algo, pero estaba claro que había hecho bien en no hacerlo, era tan rara como parecía; en un momento una cosa y al siguiente todo lo contrario. Pensó en contestar a Marcelo, incluso hacer una broma sobre las bicicletas o a cerca del comentario asquerosamente ingenieril de Marisa, pero no tenía ganas de nada. Las cosas iban muy mal en la oficina técnica y pronto iban a ir a la calle como los de la planta baja, los de las reformas, que habían cerrado el negocio hacía dos meses. «Igual termino en el locutorio» rumió mientras abría los correos del día anterior. ¿Era posible que ese cielo fuera el mismo de siempre? Marisa tenía razón, el cielo era admirable muchas mañanas, pero la de hoy era de un rojo intenso, exagerado. Se levantó y volvió a asomar a la ventana. Esta vez miró también para abajo, parecía que empezaba a llegar gente al locutorio, más tarde bajaría a hablar con Inés, la amiga cubana que lo llevaba por el camino de la amargura. «Inés seguro que sabe entender y explicarme qué es ese cielo tan raro». Al verlo pegado a la ventana y sin decir nada, Ramón se le acercó sigilosamente.

—Uuuuiiiuuuhh. Somos los hombres de detrás de las montañas, los montañeitors, venimos en son de paz… —susurró irónicamente al oído de Ramón, susurró pero con el tono suficiente como para que Marisa lo oyera también, ambos rieron —¿Hay alguien mirando? ¿Alguien se ha dado cuenta que somos nosotros? ¿Quién eres ser terrestre?

Ramón giró la cabeza y vio la mueca de Marcelo, la extraña cara de Marisa tratando de no reírse y riendo intermitente, era una escena interesante para un cómic, pero no para empleados de una pequeña empresa que estaba por desaparecer. Les dijo «vale, vamos a trabajar» y con eso se cortó la dinámica estúpida de mañana de miércoles. Se cortó y no se cortó, porque la imagen de un cielo fuera de lo normal abarcaba todos los pensamientos de Ramón López Urrutia. Milicias atacando la sierra de Madrid desde Segovia, helicópteros copando Rascafría y alrededores, seres invertebrados difuminando su energía sobre la sierra y expandiéndose como virus por la atmósfera Madrileña, o tal vez seres superiores avisando con ese espectro una llegada triunfal y el fin de las guerras y las armas en el planeta tierra. Fuera lo que fuera, eran las nueve de la mañana y el cielo seguía rojo y amarillo. Parecía una adaptación herética de la enseña catalana; un símbolo, más que un fenómeno atmosférico cualquiera. No pudo esperar hasta las diez y media y bajó al locutorio.

Cuando llegó a la calle el espectáculo se magnificó, no hizo falta entrar al locutorio, Inés estaba allí de pie mirando el horizonte. Todo era rojo y amarillo, las bicicletas, los portales, incluso los mosaicos de la fachada; no había nada que no reflejara aquel cielo impío que los cubría con su bicolor luz y los hacía sentir miedo de estar vivos. No les hizo falta hablar, Ramón tocó el hombro de Inés y sin girarse ella cogió su mano por sobre el hombro y con la otra buscó el pecho de Urrutia. Se cogieron obnubilados esperando a que algo sucediera.

* * *

Con los brazos así cruzados, Inés creyó ver en ese espantoso designio el fin de toda su vida. ¿Cómo podía ser que justo cuando conocía a un hombre decente, culto, amable y sobretodo «hombre», viniera el fin del mundo y acabara con todo. Era el diecinueve de diciembre y los Mayas habían predicho que el veintiuno… «Ramón, ¿qué está pasando?» dijo girando su cara, mientras terminaba de abrazarlo, dando la espalda al infierno matinal que abarcaba ya todo lo que los rodeaba. Él la apretó contra su pecho pero no pudo mirarla. Intentaba descifrar en los trazos horizontales que comenzaban a aparecer, en esas incipientes nubes algo más oscuras que marcaban surcos violáceos, el objeto de esa imagen que no quería que fuera el fin de todo. La apretó contra sí queriendo protegerla, protegerse. Ella se abstrajo por instante y cerró los ojos. Se dio cuenta de que por fin él la estaba abrazando como si fueran más que amigos, como si hubiera algo que tenía que haber hace tiempo y disfrutó de su calor. Los latidos en el pecho de Urrutia eran irregulares, rápidos y lentos, como un vals y un tango que se mezclados en un tempo anómalo. Miró hacia arriba y él, sin dejar de mirar al infinito, bajó la cabeza para acariciarla con su mentón.

Los surcos terminaron por definirse, eran ya líneas oscuras entre otras intensas y más anchas con un rojo amarillento difuminado. La progresión era muy lenta, pero era real; el tiempo parecía no transcurrir, aunque para ella sí, pues había logrado dejarse llevar por el abrazo intenso, por su ritmo cardíaco enfermo y por ese regalo tan esperado. Quiso decirle algo, pero pensó que habría sido una estupidez; si se acababa el mundo en ese momento ¿en qué otra situación mejor la podría encontrar? Abrazada al príncipe azul que a sus treinta y muchos aún no había llegado y por fin estaba abrazándola ¿algo mejor podía suceder en el mismo momento del fin de los tiempos? Pensó en su madre, ¿qué hora sería en Cuba? ¿Qué hora era ahora mismo allí? No se respondió, imaginó que en El pinar era de noche, que su madre dormía y que pasara lo que pasara, ella no se iba a enterar de nada.

Una brisa suave llegó hasta la gente que se había congregado en la calle, probablemente era la causa de los surcos del cielo, o había pasado a través de ellos, pensó López Urrutia. Se dio cuenta que todo el horizonte, incluso hasta el oeste, era ahora más oscuro, los surcos se habían transformado en la parte central del escenario y las líneas de sangre y fuego se difuminaban poco a poco. ¿Dónde estaba el sol? ¿Dónde había estado el sol en todo este tiempo que llevaban allí?

—¿Has visto el sol en algún momento?— preguntó mirando por fin a Inés, buscando sus ojos; los encontró cerrados.
—¿Cómo? ¿Qué dices? ¿El sol?— abrió por fin los ojos mientras respondía, miró al firmamento tratando de recordar las imágenes de antes del abrazo —No, ha estado nublado desde que esto empezó, desde que empezó a darme miedo…
—Es verdad, pero ¿dónde está ahora? Mira, las nubes se van, o eso parece, y no hay sol, está todo oscuro, pero no es de noche ¿o si?
—No lo sé. Mira el reloj, no sé nada, no entiendo nada…
—Está parado, y el móvil, el móvil tampoco funciona, está apagado..
—Mi celular también, tengo frío… abrázame… tengo mucho frío…
—Ven aquí. Yo también tengo frío, esto no es normal, no es nada normal, pero el cielo, mira el cielo otra vez…

El espeluznante firmamento se había convertido en una nube morada con ráfagas, con destellos blanquiazules que parecían pequeños rayos, o más bien centellas semitransparentes, claras, azules. No era una tormenta, no había sonidos, no había truenos. Una película muda los cubría con sus tres dimensiones y comenzó a aterrorizar a los espectadores. Hasta entonces todo el mundo había querido presenciar el fenómeno, pero el pánico comenzó a hacerse con parte de los espectadores cuando esas luces hicieron contacto entre sí. Ráfagas deslumbrantes —y al mismo tiempo silenciosas— hicieron correr a la muchedumbre a sus casas, a buscar refugio, a protegerse de ese frío seco y mortal que asolaba la atmósfera.

Ellos se refugiaron en el locutorio, no dejaron de mirar ni un segundo al cielo; se cubrieron con lo que encontraron allí y delante de la ventana esperaban atentos lo que podía venir. Inés recordó a los santos, los santeros, los chamanes, toda la brujería buena y mala que había aprendido de pequeña. Esto no era cosa buena, eso era seguro, y los Mayas lo habían predicho. El cielo era ahora una trama infinita de pequeñas ráfagas, suaves y fuertes de forma alternada por toda la cúpula morada —alguna vez celeste—, seguían formas aleatorias y descoordinadas. La imagen le recordó a Ramón las típicas simulaciones por ordenador de lo que son las conexiones dendríticas del cerebro, esas que hacen para los documentales. Eran conexiones, pero ¿entre qué cosas? y ¿dónde estaba el sol? El cielo estaba tan cerrado y cubierto de esas centellas que nada podía hacer pensar que el sol pudiera estar aún allí… Urrutia comenzó a pensar en lo peor, pero no quiso ni siquiera formularlo en su mente, estaba casi seguro, pero también lo había estado antes de las invasiones, de los extraterrestres y de las guerras. Inés seguía abrazada a él mirando lo mismo que él y pensando en su madre, en la familia de Cuba… ¿No estaba el cielo demasiado oscuro para ser tan pronto? Todavía no sabían la hora, pensó Inés, tal vez había pasado mucho tiempo, tal vez eran sólo las once de la mañana. Intentó encender la televisión y no apareció más que ruido, ni el wifi, ni Internet, nada funcionaba; el móvil seguía sin señal, los relojes estaban detenidos, hasta los del locutorio, imposible saber la hora sin ni siquiera ver el sol, ¡el sol!

—Ramón, ¡el sol! Tienes razón, el sol no está… ¿dónde está el sol? ¿Lo ves? Oscuridad, frío, esos rayos raros… ¡No hay sol! ¡Diosito santo, no hay más sol, no hay más sol!— comenzó a llorar desconsolada, Urrutia fue a recogerla al suelo mientras temblaban de terror, de angustia y de dolor…

Desde el suelo los dos, vieron como esas nubes extrañas se tornaban cada vez más y más oscuras. No parecían nubes pero estaban allí, en el cielo, o lo que esa bóveda oscura fuera ahora mismo. Las ráfagas intermitentes parecían hacerse más intensas y menos persistentes, su ritmo decrecía por momentos, aunque comenzaban a cambiar a un color más claro; algunas parecían ya de color verde oscuro o turquesa. Inés seguía llorando desconsolada en los brazos de López Urrutia, que no quitaba la vista de la oscura visión. ¿Cómo podía ser eso real? El sol no había desaparecido, sus conocimientos de física hacían eso inviable porque las leyes de la gravedad hacen que giremos alrededor del astro, el centro de nuestro sistema solar, la estrella que le da nombre. Pero lo que sí podía haber sucedido era una extinción de la energía, de las reacciones que daban fuerza al astro. Pensar en eso era como pensar en que podía acabarse el petróleo o que podía acabarse el viento. El primero estaba claramente en declive, desde el peak oil —la disminución progresiva del descubrimiento de nuevos yacimientos—, y si lo del sol era cierto, el viento pronto desaparecería, porque todos los fenómenos meteorológicos pasarían a ser completamente impredecibles, nuevos e inimaginados. Mientras la silenciosa y seca tormenta —por llamarla de alguna manera— se hacía más y más tenebrosa, Ramón levantó a Inés, se acercaron a la puerta. Estaba decidido a hacer algo, pero no sabiendo el qué, lo primero que pensó fue en ir a casa, a un resguardo o donde estuvieran más al abrigo de aquella nueva situación de la que sólo sabían una cosa, que les daba un miedo terrible.

Llegó en ese momento Marisa a la puerta, les contó que estaban reuniendo a todos para ir a un refugio, el ejército había llegado avisando que todos los que estuvieran al descubierto tenían que ir a las defensas de emergencia preparadas en las afueras de la ciudad. Lo único que se sabía era que la actividad solar había cesado en un lapso muy corto de tiempo, y que, las últimas emisiones electromagnéticas del sol habían sido tan intensas que todos los mecanismos y electrónica sensible a ellas habían quedado inservibles.

En el camión militar Inés abrió los ojos y por un momento dejó de pensar en su madre, en sus primos, en Cuba. Alzó la vista hasta cruzarla con los tristes ojos de Ramón, él le devolvió la sonrisa y se besaron dulcemente. Aún cuando no sabían nada del impacto real de las radiaciones, del futuro de aquel mundo sin sol, de cómo sería todo a partir de entonces, sabían una cosa; ahora se tenían el uno al otro y cualquiera fuera el tiempo que les quedara por vivir en ese mundo oscuro y frío, ellos lo vivirían como un regalo. Ese horrible cielo había hecho que se encontraran, les había devuelto la ilusión de vivir, sólo vivir, creyendo en el amor.


Pernando Gaztelu
 


martes, 13 de noviembre de 2012

Tal vez fuera invierno


La sala rebosaba de gente trabajando, las manos tecleaban sin cesar, y el sonido del teléfono no alteraba ni un ápice el ritmo de trabajo. En los cristales la lluvia resbalaba entre regueros de polvo y barro.
Tambaleándose, Agustín se levantó y tropezó con la papelera situada entre dos mesas.
-¡Ten más cuidado! –le gritó el de al lado.
Se volvió furibundo encarándose con el compañero.
-¿Qué te pasa? –su mirada era la de un toro a punto de embestir- ¿Por qué me gritas? He tropezado y …¿qué? –le contestó elevando los brazos hacia arriba en tono amenazante.
-¿Estás bien? –le preguntó Cecilia desde la mesa de la izquierda.
-Pues claro que estoy bien -respondió dando una patada a la papelera.
Dos mesas más adelante continuaban trabajando como si lo que ocurría no fuera con ellos.
Dando tumbos Agustín llegó al ascensor.
-Me marcho, no aguanto más –volvió a gritar.
La sala continuó impasible, como si nada hubiera ocurrido. Sin embargo, un poso de tristeza y amargura quedó en la pantalla de su ordenador.

Amelia entró en la sala, un murmullo de voces ininteligibles se expandían, chocaban contra las paredes y devolvían palabras malsonantes y gritos desesperados.
Se extrañó al ver la mesa de Agustín vacía, el ordenador apagado y el móvil olvidado en la bandeja del correo. Se conocían desde el instituto, luego la vida les llevó por caminos distintos. Se volvieron a encontrar el día que él fue nombrado jefe de negociado y ella tomó posesión de su puesto de ordenanza. Su alegría fue inmensa y retomaron una amistad que, según ella, no debió de perderse nunca.
De vez en cuando se tomaban un café  juntos, él la invitaba siempre. Aquel día habían quedado, ella repartiría el correo y luego, cuando el director se hubiera sentado en su sillón, se escaparían hasta la máquina de café. Agustín se desahogaba con ella, le contaba su vida y le detallaba cada minuto de su azarosa vida. Ella le tranquilizaba dándole ánimos. Sus confidencias le parecían cuentos chinos, fantasías para dar pena y lástima. No le importaba que le mintiera, era un ratico en el que la vida del otro ocupaba su aburrida y apática existencia.

Le esperó mientras se tomaba el café, más de un compañero le preguntó por Agustín, le contaron que se había marchado sin decir nada y de muy mal genio. Pensaron que igual ella sabría qué le había pasado. 
Al día siguiente, en la misma sala con el mismo ruido y a la misma hora, un ordenador apagado y un móvil sonando en la bandeja del correo despertó al compañero de mesa. Cuando se volvió para cogerlo dejó de sonar. Intentó curiosear para ver si había indicios de quién llamaba, pero la batería consiguió enterrar una respuesta, y muchas preguntas.
El director salió de su despacho y se dirigió hacia al ascensor. Su rostro reflejaba preocupación.
-Voy a salir, tardaré un rato. Si preguntan por mí, por favor diga que estoy reunido –pidió a su secretaria.
---oooOooo---

-¿Qué relación tiene con su empleado? –preguntaba el inspector de policía.
- Es una persona muy trabajadora, como jefe de negociado se encarga de transmitir mis órdenes a los empleados. A veces es un poco cascarrabias –sonrió al recordar su mal humor.
-¿Tenía enemigos? –volvió a preguntar.
-Hombre, a tanto no llego, a mi no me contaba nada, era bastante callado.
-¿Sabía usted que había falsificado su firma en una factura de mobiliario que nunca llegó a su destino? –lo dijo  a bocajarro, sin darse pausa, sin respirar.
-¿Qué me está usted diciendo? No, no sabía nada. ¿Y cuándo fue? Qué hijo de p..
Con palabras entrecortadas, Alvaro, el Director del Servicio de clientes y cuentas, trataba de justificar su ignorancia. 
El inspector de policía no transmitía nada, ni siquiera malestar, se dedicaba a hacer preguntas. En un rincón de la oficina, un auxiliar tecleaba las contestaciones en una máquina de escribir hispano Olivetti de los años 70. 
Los barrotes de una ventana separaban la comisaría de policía de la calle. Continuamente pasaban coches que provocaban ruidos en el interior y hacían que el inspector tuviera que repetir la pregunta. 
-Pues es un escándalo que está a punto de salpicar a la misma Presidenta de la entidad bancaria, de manera que tendrá que poner usted mucho de su parte para salir airoso de semejante embolado en el que usted y su empleado están metidos –le aclaró.

-Oiga, que yo no sé nada, que es la primera noticia que tengo, además Agustín hoy no ha venido a trabajar, le he llamado a su casa pero no contesta –Alvaro intentaba, de nuevo, evadir su responsabilidad.
-Ya lo sabemos, también sabemos que la dirección de su casa es falsa, así como los teléfonos. Pensamos que es un espía.
-¿Qué me está usted diciendo? ¿Qué es un espía? ¡venga ya! Si era un cobarde.
-¿En qué se basa para decir que era cobarde?
-Siempre que se convocaba una huelga se quedaba en casa enfermo. ¡Cómo va a ser un espía! Vaya una tontería.
-Bueno, nosotros no descartamos esa posibilidad. De todas formas la estafa del mobiliario ahí está, y usted dio su visto bueno a una factura.
-¿Qué me dice? –respondió asombrado.
Santiago le presentó una factura con el sello de la entidad y su firma.
-Aquí la tiene usted, es del 9 de febrero del año pasado –con el dedo le señalaba la fecha- Este mobiliario estaba destinado a las oficinas rurales. Nunca llegaron a su destino. 
-Tal vez el mobiliario esté almacenado en alguna nave -contestó Alvaro.
-Pues ya están ustedes tardando en ir a retirarlo.
El inspector intentaba acosar al Director mientras clavaba sus ojos en la ventana, su rostro se volvió sombrío cuando oyó una voz en el pasillo:
-Déjeme entrar, quiero hablar con el Inspector, ¡déjeme le digo! –se oyó, a la vez que la puerta se abría con fuerza, clavando el manillar en la pared. Los allí presentes se sobresaltaron.
Una mujer entró, empezó a dar golpes con el bolso a diestro y siniestro, haciendo caer los papeles y el portalápices con todo su contenido al suelo.
El inspector mandó silencio. La mujer lo miraba con rabia. La furia había hecho que sus pelos se descolocasen en una cabeza pequeña de ojos rasgados, nariz achatada y finos labios pintados de rojo carmín.
-A ver si aprendes otros modales, Matilde, espera ahí fuera y luego entras, ya te llamaré –intentaba calmarla. La mujer se arregló los pelos, se estiró la chaqueta y con un gesto de desprecio volvió a salir.
-Sigamos, Bermúdez, ¿dónde estábamos? –impasible, como si no hubiera pasado nada, el inspector continuó el interrogatorio.
---oooOooo---


A las afueras de la ciudad, en la nave de un polígono industrial, Agustín clavaba con ansiedad una navaja en los asientos de las sillas. Tiradas por el suelo, las mesas rotas y las sillas sin patas semejaban el desenlace de una batalla donde los muebles habían sucumbido a una sangrienta contienda.
Las grietas del techo de la nave dejaban entrar la lluvia, un charco en el pavimento reflejaba la mirada de un objetivo clavado en el techo.
-¿Y ahora qué? –se lamentaba Agustín- ¿cómo voy a salir de ésta? ¿dónde estará el maldito pendrive? ¿por qué no lo encuentro? Estoy seguro de haberlo escondido en la pata de la mesa marrón, la de madera. 
El ruido de la puerta le hizo volver la cara.
Al fondo, como un espectro, avanzaba hacia él una gabardina blanca, unos zapatos de tacón y un sombrero azul.
-¿Qué haces tú aquí? ¿a qué has venido? ¡Vete!, me has oído, ¡vete! –gritaba con desasosiego. 
Un disparo y Agustín cayó muerto entre los escombros del mobiliario.



Encontraron a Agustín dos días después, y por casualidad. Una pequeña nota salió en el periódico, “hallado muerto un hombre en un descampado”. Sin embargo la noticia corrió como la pólvora, provocando en el banco un terremoto de sensaciones y zozobras que hizo que el personal dejara de trabajar durante dos días. 

continuará........

Charo Ruiz


martes, 2 de octubre de 2012

LAS TAPAS SON BRILLANTES Y LOS COLORES INSINÚAN LA HISTORIA QUE ESTOY POR DESCUBRIR


Delante tengo un libro, un bolígrafo y un cuaderno, dudo si abrir el libro, me intriga la historia que vaya a contar. Las tapas presentan una figura abstracta, predominan los azules sobre los rojos y los negros sobre los grises. En la contraportada la sinopsis de la novela explica a grandes rasgos los personajes y la trama deja el desenlace para que el lector, quien quiera que sea, lo abra y comience a leerlo, me resisto, sin embargo las tapas son brillantes y los colores insinúan la historia que estoy por descubrir.

Por fin he abierto el libro, comienza con una carta "Querida Lily, quiero que sepas que nunca te olvidé", y se disculpa por algo que no hizo.


Por los detalles me imagino la destinataria de la carta una mujer de cincuenta años, de complexión fuerte, ojos brillantes y manos grandes. Sigo leyendo y descubro que el personaje es  como me la había imaginado, pero además tiene el pelo corto, cojea de una pierna y utiliza gafas para leer.

La desaparición del marido fue una tarde, era viernes, dice, venía de trabajar, como siempre cogió el tranvía, como siempre se bajó en la cuarta parada, cerca de El Corte Inglés. Torció a la derecha y saludó a la farmacéutica que estaba fumando en la calle. Y ahí se acabó el rastro, nadie sabe nada, nadie dice nada, la mujer está desesperada, no sabe a quién acudir, a quién llamar. En la policía le dicen que es pronto para que aparezca, que tiene que esperar. Pasa los días en vela, las noches en blanco, las sábanas se arrugan, la soledad le espanta. 
Sigue el libro relatando la vida del hombre, sencilla, como la de todos, madrugar, coger el tranvía, llegar al trabajo. Era albañil, ese mismo día le dieron el finiquito prescindiendo de sus servicios. No era la primera vez, siempre pasaba lo mismo, cuando terminaba una obra le hacían la liquidación, le pagaban y le prometían volver a llamarle cuando empezaran otra obra.
De camino a casa, sentado en el asiento del tranvía, mira hacia el exterior y contempla las casas, los balcones, los portales, las aceras, recuerda los trabajos poniendo baldosas en el suelo, el dolor de riñones, el olor a pintura, a barro, la hormigonera, sonríe cuando pasa por delante de una plaza, “como si fuera tan fácil “, se dice a sí mismo. Hasta aquí puedo contar, se ha hecho tarde, tengo que cerrar el libro. Mañana seguiré, me he quedado intrigada. 
No sé si podré dejarlo, porque he cerrado el libro y he vuelto a abrirlo por la página en la que lo dejé. Ahora solamente me importa averiguar qué pasó. Observo que el escritor recurre a técnicas nuevas, a veces no logro entenderlo, otras veces pienso que está jugando conmigo, eso me divierte porque me hace estar alerta y espero la sorpresa del siguiente párrafo.
Sigo leyendo, ahora su escritura es llana, su lenguaje cercano, tan cercano que casi me creo la protagonista. Cierro el libro, no me gusta que me hagan sufrir. Siento que me fallan las fuerzas, como a ella, vuelvo a abrir el libro, pero lo cierro, no quiero seguir leyendo. Sin embargo me intriga el desenlace.
Por fin logré terminar el libro, descubrí  el misterio de la desaparición, volví a recuperar la calma, atravesé de nuevo la ciudad montada en el tranvía, me bajé en la quinta parada, allí no había farmacia, ni calle, ni ventana, solamente una mesa, una lámpara encendida, un bolígrafo y una máquina de escribir. El misterio estaba resuelto.

Charo Ruiz

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Julia y Jesús



De pequeño se habían reído de él, porque cantaba villancicos en pleno verano.
Se veía en su mirada que no había tenido suerte y su mocedad siguió el mismo camino. ¿Por qué estaba tan desorientado el pobre Jesús en esos pueblos, los inviernos eran tristes y las navidades estaban adentro? Un día conoció a Julia, vivieron una primavera, un verano, ese otoño y se la llevaron en invierno. El amor le hizo seguirla a tierras lejanas que están más allá del mar y de los vientos. Tierras que dan la vuelta y que van a contracorriente de nuestro tiempo.

Allí vio la luz, en diciembre cantó villancicos sin miedo, el calor era le hacía sentirlos adentro siempre, pero algo no era cierto. Le pasaba en mayo, en agosto, pero no en invierno. En ese mismo momento supo que diciembre era un diciembre nuevo, allí no era invierno, y su mente recordó el accidente y como se sucedieron los hechos. Esos hechos que hicieron que viviera lejos y perdiera el calor de la navidad e hibernara el secreto.

El invierno de Jesús había sido crudo, pero no por ser invierno. Las navidades no debían ser tristes, estaban atrapadas en ese frío que no las dejaba ser navidad como eran: con familia, con amigos, con amor intenso.

Lloró y abrazó a Julia tan fuerte como pudo. Todo ese amor estaba otra vez allí, todo ese calor estaba donde tenía que estar. La navidad era otra vez la navidad, y Jesús volvió a nacer.
Pernando Gaztelu

domingo, 19 de agosto de 2012

Perdería el tren


La estación del tren siempre está al otro lado de la ciudad, alejada del bullicio de la gente, alejada del presente y esperando un futuro que está por llegar.

Esta vez no sabía cuándo volvería así que metió toda la ropa que pudo en la maleta, tampoco tenía muy claro hasta dónde quería llegar por eso su destino era una estación sin nombre.

Gregorio cruzaba las calles con su maleta roja de ruedas, los árboles movían sus ramas agitadas por un viento frío y húmedo que anunciaba tormenta. Las casas que dejaba tras de sí se despedían de él con un simple hasta luego, sin efusión.

Una piedra en una alcantarilla llamó su atención. Era redonda y rodaba hacia un agujero profundo y oscuro. Se agachó a cogerla pensando que la piedra sería el símbolo de su pasado.

Estuvo a punto de atraparla cuando la alcantarilla se abrió arrastrándole hacia una profunda y negra oscuridad.

Rodaba sin darse tregua detrás de la piedra. El agujero cada vez se hacía más estrecho, la piedra era cada vez más grande. No había espacio, tan solo la piedra, él y la oscuridad.

No entendía nada, tampoco se preguntó nada cuando todo se volvió amarillo, hasta la maleta. 

Intentó ponerse de pie, pero su cabeza chocó contra algo duro y húmedo, pensó que sería el techo. Andando casi en cuclillas llegó hasta el final del túnel.

-Ja, ja, ja, ja, -una sonora carcajada retumbaba en sus oídos y como las campanas de la iglesia de su barrio le hicieron chirriar los dientes.

-Hola, ¿hay alguien ahí? –preguntó.

Pero no obtuvo respuesta.

-Por favor ¿alguien me puede ayudar? –volvió a preguntar.

-Ja, ja, ja, que si te puedo ayudar, qué ingenuo.

Una nueva carcajada rebotó en la pared y le hizo temblar las piernas.

-¿Quién eres? –empezaba a ponerse nervioso.

-Tal vez sea tan solo una amarillenta y triste luz, a lo mejor soy la alcantarilla, quizás seré una piedra, o simplemente soy una tubería atascada intentando expulsar la cantidad de porquería que cada día pasa por mi panza, y tú entonces eres un desperdicio que debo escupir.

-No puede ser, las alcantarillas no hablan –contestó Gregorio.

-Ja, ja, ja, ja, mira la pared que te rodea, mete la mano entre la suciedad que empapela el túnel, verás si te hablo y te digo la cantidad de desperdicios que se quedan incrustados en mis arterias, y te explico lo de la roña que  corroe el hierro de mis tuberías, la bazofia que alimenta mis pasillos, los deshechos que voy recopilando, verás si te hablo y te digo que tú eres una inmundicia más, una asquerosidad más a la que tengo que dar salida.

-Oiga, que yo no soy ninguna mierda –Ya se estaba enfandando.

El silencio volvió a reinar, la amarillenta luz se volvía a veces azul, otras era de color blanco.

Siguiendo un impulso decidió deambular por una serie de laberintos alumbrados por la luz muertecina y amarillenta que reflejaba unas paredes forradas de musgo y un suelo repleto de excrementos. La maleta roja que arrastraba iba perdiendo color.

 “Tienes que acabar con todo, así no podemos seguir”. Escuchó una voz, al principio clara, más tarde se convirtió en susurro. Le animó pensar que no estaba solo.

Perdería el tren, si no se daba prisa perdería el tren, se repetía una y otra vez.

Arrastrado por la luz apareció en una sala alumbrada por una bombilla de color amarillento que colgaba en el centro del techo. Sentados en unas sillas unos cuerpos sin rostro esperaban.

-¡El siguiente! -Se oyó una voz. Nadie respondió. Tal vez estaban dormidos.

-¡El siguiente! -Volvió a escucharse.

Dudó, a lo mejor le darían una explicación.

-¡Yo! –contestó.

-Adelante, pase y siéntese –le hablaba un rostro vacío, una mano sin brazo, una tiniebla sin luz.

-Nombre y apellidos, por favor
-Gregorio Pérez y Gómez –contestó.
-Edad –volvió a preguntar
-Cuarenta y cinco
-Profesión
-No me acuerdo
-Vamos, no me diga que no se acuerda, si tiene cara de contable y manos de electricista.
-Está bien, electricista –mintió.
-¿Cuál es su destino?
-No lo sé.
-Salga fuera y espere, cuando lo sepa pida permiso y entre.

Obedeció, salió y esperó.

Se sentó en una silla, con las manos se tapaba el rostro, cerró los ojos fuertemente pensando que cuando los abriera no estaría allí. Abrió los ojos y se encontró en el mismo sitio, la misma maleta, los mismos fantasmas inmóviles y la luz muertecina a punto de apagarse.

-Hola –alguien entraba en la sala.
-Hola –le contestó sin ganas
-¿Hace tiempo que está usted aquí?
-¿Yo? No, acabo de llegar.
-¿Le han llamado?
-Sí, pero no he sabido contestar.
-¿A dónde se dirige?
-No lo sé
-Pues tiene que saberlo y pronto, sino se quedará sin rostro como ellos.

Gregorio se estremeció.

-Eso no es posible ¿por qué habría de quedarme sin rostro?
-Es la luz
-¿Qué luz?
-La que alumbra
-¿Qué le pasa a la luz?
-Que se va a apagar pronto
-Qué pasa, ¿es la hora de cerrar?
-Aquí siempre es la hora de cerrar
-Oiga ¿sabe usted cómo se sale de aquí?
-No
-Entonces ¿estamos atrapados?
-Yo no, usted tal vez.
-¿Yo? ¿por qué?
-Porque no sabe cuál es su destino
-Usted tampoco lo sabe
-Yo lo acabo de descubrir
-¿Y Cuál es?
-Mi casa
-Y, ¿dónde está su casa?
-Donde la dejé
-Pero ¿dónde, en qué sitio?
-Hace tanto tiempo que salí, no sé si habrá alguien esperándome, tal vez me hayan olvidado. ¿Le digo una cosa?
-Diga, diga.
-Tengo miedo de volver.
-¡Tengo que coger el tren! –exclamó Gregorio poniéndose en pie.
-¿Pero a dónde va?
-Solo sé que tengo que salir de aquí –cogió su maleta y comenzó a andar
-Espere, le acompaño –Le contestó el otro
-Pero usted se va a su casa, yo no tengo casa.
-Usted también tiene casa
-Sí ¿y dónde está?
-Donde la dejó.
-No, yo no tengo casa, debo de coger el tren, me están esperando.
-Nadie espera a nadie.
-A mi sí.
-A usted como a los demás.


Gregorio caminaba deprisa aferrada su mano a la maleta. El otro, le seguía como si fuera su sombra.

-¡Un ascensor! –exclamó la sombra- a la izquierda, hay un ascensor.
-Vamos, pulsa el botón, mejor lo hago yo, que he llegado antes.

Pulsó el botón, el motor tardó en ponerse en marcha, una luz roja se encendió, y el ascensor empezó a andar. Al abrir sus puertas un espejo reflejaba unas manchas oscuras y una maleta roja.

Había cinco botones de subida, el número cinco destacaba sobre los demás, sin pensarlo apretó la tecla, una flecha indicaba que subían. Gregorio suspiró con alivio, por fin saldría a la superficie.

El trayecto se le hizo eterno. Ni él ni su sombra hablaban, solamente se observaban. La maleta seguía aferrada a su mano.

Sonó un “ding, dong, quinta planta, abriendo puertas”. Pero el ascensor no se abría, Gregorio golpeó la puerta, le dio patadas, hasta gritó. Una mano en su hombro intentó tranquilizarle, le temblaba el pulso. Apretó el botón de abrir puertas y salieron encontrándose de nuevo en una sala alumbrada por una bombilla de color amarillento que colgaba en el centro del techo. 

Sentados en unas sillas unos cuerpos sin rostro esperaban.

Charo Ruiz

sábado, 18 de agosto de 2012

El príncipe Gaztelu



Sin fijar la vista en nada mi mirándolo todo, estaba él. Incansable e intrépido podía dominar a todos a su alrededor, porque desde muy pequeño lo había hecho o, tal vez, porque estaba predestinado a ser un gran vencedor. Fuera cual fuere la razón, aquel indómito gigante rubio tenía delante de sí una gran meta: salvar a la humanidad (o lo que eso pudiera significar cuando sólo un puñado de homo-sapiens pululaban) sobre la superficie terrestre.

Miles de veces se ha oído hablar de tales desafíos, de proezas como la que este relato intentará describir, pero nunca llevadas a cabo por alguien tan inestable como valiente. Tras su andar zigzagueante y su dubitativa estampa ondean aires de grandeza, de la soledad que sólo el deber conlleva. El pequeño Gaztelu se había transformado en un mito y el mito en leyenda mucho antes de tener que enfrentar al mal definitivo, a la oscuridad del más allá.

Las tinieblas cubrían el norte del mundo y al sur hacía tiempo que ya nadie se acercaba, o eso se decía. La cara buena del mundo era la mala y de la mala más vale no hablar. Nada era simple, bueno. Todo tenía que ser salvado y Gaztelu cruzó los mares del norte, el frío invierno indomable y la estepa eterna para llegar al gran castillo del mal. Encontró a sus puertas un alto muro y la imagen borrosa de una puerta que nunca estuvo allí, o puede que eso pareciera, porque allí nada era lo que parecía y todo era nada. Buscó en su mente algo parecido y encontró miles de imágenes: lunas que parecían soles, árboles que eran arbustos, hombres que parecían mujeres y hasta piedras que eran de hielo y caían del cielo. Pensando en todo esto descubrió la verdadera cara del muro, el cerrojo de la puerta y la forma de abrirla con sólo pensar en ello. Se dio cuenta que las cosas son más profundas de lo que parecen en este mundo y, después de hacerlo, se sintió más seguro, porque ya no le pareció tan malo.

Detrás de él se cerró la puerta, volvía a ser un muro, pero no para Gaztelu, que nunca más la vería así. Encontró dragones que resultaron ser hermosas salamandras, aves prehistóricas que eran simplemente murciélagos y hasta leones cariñosos que recordaban más a los gatos domésticos que a los linces adiestrados. Los laberintos eran casi como chozas una tras otra y las trampas que encontró a su paso parecieron juego de niños, de esos que entretienen y no hacen daño. A cada paso encontraba más interés en la búsqueda del siguiente y a cada estímulo le encontraba más atractivo que al anterior. La lucha por salvar a los hombres del mal se transformó en el entretenimiento sin par de Gaztelu y el fin de transformó en un medio para satisfacer su necesidad de creación. Fue así como el intrépido y diferente a todos Gaztelu pudo lograr un cometido que nunca entendería, pero que siempre recordaría con alegría: se encontró rodeado de pares que lo admiraron, que lo adularon e incluso enaltecieron a niveles innecesarios. Pero nada de eso tenía sentido: las tinieblas habían sido atardeceres, las fieras simples animales maleducados y el castillo con sus trampas un juego de niños algo atrevidos… ¿Por qué todo el mundo creía que el mundo estaba en peligro? ¿Por qué tanto miedo a perecer? Gaztelu no insistió mucho en estas preguntas que por las noches en las que había comido mucho atormentaban su mente congestionada. Desaparecieron con el tiempo, pero no así lo hicieron aquellas aventuras, que lo hicieron más grande de lo que era, perpetuaron la leyenda y, como si de un dios se tratara, lo inmortalizaron en lo más alto del inconsciente social.
El príncipe Gaztelu, porque así lo llamó el rey reconociendo al bastardo, nunca vivió en palacio. Buscó eternamente un castillo que lo llevara al más allá. Buscaba en cada país un desafío que le hiciera sentir el miedo, el horror, esas sensaciones que tantas veces le habían contado sus soldados que tanto intrigaban a su ser. Pero no encontraba el miedo, el dolor, el horror o la compasión siquiera. Su obsesión hizo que muchos sufrieran por él, cosa que no entendía ni aceptaba, porque sencillamente era su búsqueda y, como tal, no le permitía ver que estaba rodeado de lo que intentaba encontrar en el más allá. No buscaba la gloria, porque era suya desde siempre, ni el reconocimiento, porque no lo necesitaba. Su gente le temía como se teme a un enfermo, y tenían razón, aunque no lo fuera, porque no entendía al mundo ni el mundo lo entendía a él.

Un buen día, el rey pidió al príncipe que dejara su búsqueda, tan rentable en tierras y vasallos, para tomarse un respiro y encontrar una bella mujer. Gaztelu no era capaz de aceptar mandatos de nadie, pero nadie sabe bien por qué, esa vez sus deseos coincidieron con los del monarca y terminó en alguna hermosa tierra reconquistada del sur.

El antiguo bastardo no tardó en regocijarse con los vinos de la tierra, con las mujeres y los placeres de aquellos mundos lejanos que, hasta entonces, no había visto mas que como tierras a conquistar. Después de dos lunas, había ya una doncella que atraía su atención por encima del resto y fue precisamente ésta la que se acercó a él la noche del solsticio.

-Mi señor, es usted muy diferente a como había oído- dijo la joven con seriedad
-Bueno es que te des cuenta, pero dime ¿en qué me ves diferente?
-Vos no sois tan gallardo como se dice, vos sois… no sé si debería…- se sonrojó la doncella
-Dijo, no termas, me agradaría mucho saber lo que piensas, sea lo que sea, no tengas miedo- respondió el príncipe tomando su mano.

Las llamas del fuego eran la única luz en aquella velada y ya quedaban sólo cuatro o cinco personas de la corte con ellos. La joven, temblorosa, sabía que él estaba sintiendo su temor en la mano, y de todos modos se atrevió a expresar lo que sentía.

-Vos sois más loco que gallardo. Lo vuestro no es valentía ni valor. Lo vuestro es locura, plena locura de un ser que no tiene límites y quiere encontrarlos. Vos sois, permitídmelo su majestad, un loco real.

Los ojos de quienes pudieron orila quedaron desorbitados, los de todos excepto los del aludido quien, con júbilo levantaba sus mejillas hasta los ojos y estos mostraban la sonrisa más hermosa que nunca jamás haya podido un príncipe mostrar. Gaztelu había descubierto en aquella doncella el objeto de sus búsquedas, el fin de sus medios, el regalo de los dioses. La locura era un medio y el amor el fin. Descubrió entonces que nada era todo y todo era nada sin su locura, porque los ojos ven, pero no entienden a veces y cuando entienden es porque los ilumina la mente. Y la mente no es nada sin la locura, porque es allí donde anidan las miradas, los suspiros, el anhelo y los deseos. El príncipe no había soltado su mano cuando se dieron un beso, nadie entendió aquello ni hacía falta hacerlo, porque un loco tiene derecho a todo y todo es de su derecho. La misma doncella confesó también serlo, porque sino quien sería capaz de entenderlo, y fue así como dos locos se casaron y pocos años después fueron reyes de un reino.

Pernando Gaztelu

jueves, 2 de agosto de 2012

La caja de bombones


La hermosa melodía de aquella tarde se desvanecía entre las gotas de lluvia que caían sobre el tejado. Las notas musicales se mezclaban con los sonidos que provocaba la tormenta de ideas y palabras que brotaban sin cesar de la cabeza de aquella loca que, pensándose paracaidista, se precipitaba al vacío con una sonrisa en los labios.

Todo comenzó el día que abrió la puerta de su casa y se encontró con una caja de bombones abandonada en la escalera. Miró hacia arriba, después hacia abajo, llamó a los vecinos, pero nadie sabía nada.

Dejó la caja encima del mueble de la entrada y esperó que alguien los reclamara.

La caja de bombones acumulaba el polvo de la esperanza mientras que la etiqueta de la pastelería iba perdiendo brillo.

Y ocurrió lo que nunca debió ocurrir, abrió la caja y se encontró con varios dulces de suave y afectuoso color marrón que reclamaban su atención. Disimuladamente mordisqueó un bombón, un líquido pegajoso brotó del dulce manchando sus labios cuando el sonido de una música lejana llamó su atención, dejó el bombón en la caja y limpiándose los labios salió de la habitación buscando el origen de aquel murmullo. Pero no encontró nada, volvió a mirar hacia arriba y hacia abajo, volvió a preguntar a los vecinos, pero “nadie sabía de dónde provenían aquellos sonidos”.

Subió por las escaleras hasta llegar a la azotea, el sabor dulce del chocolate permanecía en su boca y un susurro musical le envolvía cual papel de celofán adornando una caja bombones.

Fue entonces cuando decidió tirarse al vacío con la esperanza de que alguien encontrara algún día una caja de bombones en la puerta de su casa y supiera quién era su propietario sin necesidad de preguntar sobre la procedencia de la misma.

Charo Ruiz



miércoles, 25 de julio de 2012

LA CAIDA

Sagrario y Maria, a menudo jugaban en las ruinas de un castillo de dificil acceso situado en una colina a pocos metros de la ciudad., era cuando mas disfrutaban a solas, hablaban de chicos.

-Tú  María, no te pongas tan hueca cuando los chicos te dicen lo guapa que eres,-
-¡Por que como te cojan el pan "debajo el sobaco"....!
-¡Dirás la axila-!
-Bueno....eso dicen las mujeres que alguna vez he oido hablar con mi madre.
-Ya, pero eso....¿qué quiere decir?
-No sé. Pero no debe ser bueno, las madres saben mucho de eso.

-¡Maríaaaaa,  Maríaaaaa-!  Asustada Sagrario, vió cómo su amiga bajaba rodando ladera abajo.  Frenó
en una gran piedra de las caídas en años anteriores del castillo
-¡Se ha matado, se ha matado!- -No puedo quedarme. Si me viera su madre se enfadaría conmigo, no quiere que juguemos aquí, -Lo mejor será echar a correr.  -Se lo diré a mi madre aún que ya se la respuesta; me reñirá.

Hoy las campanas de la iglesia tienen un repiqueteo especial, han llegado siete misioneros para celebrar con nosotros el dia de El Corpus. Ya está todo preparado; la carroza vestida de gala, la rosas blancas y
rojas recién cortadas, pétalos por todas partes, se respira fragancia y frescura.
En el altar mayor han puesto un Ángel a cada lado, y delante dos niñas vestidas de comunión presidiendo
la ceremonia.
-¡Dios!-  Pero....si es María,  si.... ayer....la dejé....
-Qué guapa está, con sus trenzas negras y rizadas en las puntas, que sobre el vestido blanco resaltan.
Su carita morena.- Parece un Ángel también.-¡ Cómo me gustaría parecerme a ella-! ¿Qué estará pensando ahora viendo a todas las personas desde allí arriba?
-Si pudiera yo entrar en su mente por unos momentos.... Sabría qué piensa. -¿Por qué no puedo?
-Quizás haciendo un esfurzo....-Bueno, tenemos siete años, tal vez cuando sea mayor, las madres saben mucho de estas cosas.
.¡Mi madre, por qué no está aquí mi madre!-
-Por qué lloras mamá, estás humedeciendo mi vestido blanco con tus lágrimas.-
-¿Es que no me oyes, no me escuchas?- Sí, las madres saben mucho de estas cosas.  

sábado, 14 de julio de 2012

Increíble luminosidad



Una hermosa melodía rodea esa tarde de castaños, de castaños y olmos que despiden lazos de sol entre sus hojas, lazos de luz en una tarde animada por trompetas y trombones, tambores y platillos, y un escritor. Un tonto que creía que aquel paisaje podría quedar simplificado a negros y blancos, a líneas y curvas, a una hermosa melodía de trombones y castaños a íes, oes y aes y lazos de luz, lazos de sol, de letras y de amor. Un tonto, sin más, simplemente un tonto iluminado.

miércoles, 27 de junio de 2012

EN BUSCA DE UN HÉROE


Mi economía, como la de muchos otros, empeora a pasos agigantados. En los últimos meses he visto mermado mi sueldo y aumentado las horas de trabajo. Estoy a punto de una quiebra total y no tengo a quién pedir que me rescate.

Las expectativas al respecto son cada vez peores, lo único positivo en este momento es que el sol sale más horas y la temperatura sube unos grados, lo que hacen agradables los paseos por los parques, las excursiones al campo y todo aquello que implique solamente un gasto de energía personal. 

Para colmo de males amenazan con subir los impuestos lo que acarreará una subida de precios a todos los niveles. Así que, si ahora tengo justico para ir al cine una vez al mes, después tendré que inventarme la película con actores, trama, escenarios y hasta la banda sonora. 

Ya me veo en los jardines de la taconera jugando a ser “Alicia en el país de las maravillas”, perdida entre las flores y hablando con los árboles. Sus ramas me contarán historias conocidas y, cuando caigan las hojas, la banda sonora de mi película retumbará en el parque como suena el eco  en la montaña, como suenan los sueños que nunca se olvidan. 

La vida es como una peonza girando sobre sí misma, aunque pensemos que avanzamos siempre estamos en el mismo sitio. Asustados por lo que se nos viene encima, el bombardeo de noticias sobre la crisis machaca nuestra cabeza, consiguiendo   impresionarnos como los martillos golpeando las piedras de las canteras que en el siglo trece servían para construir las catedrales. La inocente existencia de la gente se veía alterada hasta el punto de estar acongojados por las imágenes que adornaban los capiteles y en los pórticos de las iglesias amenazaban a los pecadores con el fuego eterno. 

Recuerdo que, de niña, mi héroe preferido era  el Capitán Trueno, caballero noble y bondadoso luchando contra la injusticia del malvado y la avaricia de los desalmados, valiente como el que más, siempre en defensa del desvalido y, por encima de todo, honrado. 


Después de tanto tiempo transcurrido me imagino al Capitán Trueno viejo, con los cabellos blancos y una barba hasta los pies, malhumorado, gruñón y repitiendo una tras otra  las mismas batallitas. Lo que está claro es que me he quedado sin un héroe al que pedir que me rescate y me salve de las garras del malvado de turno que amenaza con invadir mi tranquila y pacífica existencia.


Charo Ruiz