Desde el tercer
piso Yanira observaba con envidia la mudanza de los payos. Se veían alegres.
Tenían objetos interesantes: muebles finos, mucha ropa, juguetes del niño
pequeño, libros de la niña mayor. Tal vez ella tendría su misma edad y podrían
jugar juntas. Yanira estaba cansada tener que cuidar a sus cinco hermanos, de
ser la mamá e hija al mismo tiempo. Esa niña seguramente no se ocupaba de su
hermano menor, ni tenía que ir a comprar cerveza al padre, ni tabaco, ni nada
de nada.
Se conocieron a
la mañana siguiente, cuando Lola salía a pasear el perro. Yanira esperó desde
temprano hasta verla salir del portal; estaba asomada a la entrada desde la
ventana del tercer piso. Lola resultó ser una niña simpática; salía a pasear el
perro y Yanira le mostró lo más importante del barrio: el lago, los juegos, el
locutorio, el colegio, el chino, el supermercado. La nueva vecina también
estaba contenta de conocer a una nueva amiga.
Afortunadamente
aceptaron a Lola en el colegio del barrio y fueron compañeras de clase. No
tardaron nada en hacerse amigas; compartían pupitre y miles de historias. Hasta
entonces Yanira había estado algo apartada de la clase. No tenía amigas y si la
invitaban a algún cumpleaños era claramente por no dejar de invitar a nadie.
Ella lo sabía, había escuchado la palabra «discriminar» más de una vez y no le
gustaba nada que la invitaran sin querer invitarla. Los payos eran muy raros
para algunas cosas y las invitaciones eran unas de esas cosas. Su familia
también había empezado a parecerle rara desde hacía un tiempo, aunque empezó a
verlos realmente extraños desde que habían llegado al barrio Lola y su familia.
Como las niñas
se habían hecho muy amigas y vivían en el mismo portal era cosa común que Lola
invitara a Yanira a su casa. La pequeña gitana reconocía entonces las
diferencias que había cuando hablaban padres e hijos, el tono de voz en las
conversaciones, los temas de los que hablaban… Cosas que a ella siempre le
había parecido que eran de payos ahora le parecían normales y hasta necesarias.
Como Lola iba a
clase de religión en el colegio y estaba en segundo año de catequesis de
comunión, Yanira pidió permiso a sus padres para ir también. Era una época
complicada en su familia, su padre había desaparecido —no era la primera vez— y
la madre volvía a acercarse al lado oscuro del barrio para poder mantener la
familia. Le dieron permiso a cambio de cuidar de los más pequeños sola todas
las tardes. Yanira aceptó el trato (no tenía opciones) y Lola de contenta que
estaba se ofreció para ayudarle a cuidarlos. Cada vez se llevaban mejor las dos
pequeñas, algunos en el barrio decían incluso que parecían hermanas. Yanira
pronto aprendió el catecismo, la señal de la cruz y a rezar. Eso era lo que más
le gustaba. Estaba sorprendida de que uno pudiera hablarle a Dios así, tan
fácil. No entendía cómo había personas que dudaban de que al rezar no se
hablara directamente con Dios. Ella desde la primera vez que lo hizo sintió que
Él la escuchaba.
Cuando
arrestaron a la madre de Yanira, ella estaba en el colegio. Al llegar a casa
sintió una extraña sensación que no se le quitaba aunque intentara pensar en
cosas bonitas, como las muñecas de Lola. Llevaba dos semanas pidiéndole a Dios
que pasara cualquier cosa —un milagro— que hiciera posible ir a vivir a casa de
Lola. Y ahora, que su mamá estaba en la cárcel y que su papá estaba no se sabe
dónde, ahora que podía pedir asilo en casa de Lola, no era capaz de sonreír.
Nada más
enterarse de lo sucedido, la familia de Lola fue a su casa. Había un grupo de
sicólogos de asistencia social y no se llegaba a un acuerdo con los familiares
cercanos para dejarle los niños a ninguno de ellos. Los familiares aducían
falta de recursos para mantenerlos. Los padres de Lola se ofrecieron para
cuidarla unos días, como medida transitoria. Aunque no era normal que sucediera
y después de pasar unos días en el centro de asistencia social del estado —y de
la insistencia de los padres de Lola— dejaron que cuidaran de la niña de forma
temporal y bajo controles del estado.
Yanira estaba
contenta de poder dormir en la misma habitación que Lola. Se quedaban hablando
horas antes de ir a dormir. Aquellos días tendrían que haber sido los más
hermosos de la vida de Yanira, pero no era así. Cuando salían de paseo por el
lago, siempre se quedaba pensando en sus hermanos, en su mamá. No era mala.
Ella le pegaba a veces, pero como también le regañan y pegan a Lola y su
hermano. Eso no era algo malo. Y tampoco era algo malo vender lo que su mamá
vendía. No era malo porque eso hacía que pudiera darles de comer y ropa para
vestirse, que pudiera pagar el alquiler y todo sin su papá, ese que a la
primera de cambio desaparecía y meses después volvía como si nada hubiera
pasado. «¿Por qué nos pasa esto?», pensaba a menudo Yanira. No quería responder
que era porque lo había pedido, no quería responder que era porque quería saber
cómo sería vivir con unos payos y que por eso pidió una magia, un hechizo y
éste se había hecho realidad.
—Dios, diosito,
si todavía estás ahí, haz que vuelva mi mama, por favor. Me equivoqué, por
favor perdóname, quiero a mi mama… —lloraba con voz entrecortada de rodillas al
costado de su cama mientras Lola miraba por la rendija de la puerta de la
habitación.
Nunca supo si la familia de Lola tuvo algo que
ver con la fianza, con los abogados o con cualquier entidad mágica que hizo
salir a la mamá de Yanira de la cárcel dos semanas después aquella oración. Lo
único que comentaron las amigas fue que estaban contentas de ser vecinas, de
ser amigas y de quererse tanto. Yanira volvió a cuidar a sus hermanos, con más
cariño y sensatez que antes; los cuidaba tan bien que su mamá tenía todo el
tiempo del mundo para ir a rehabilitación e ir a trabajar a la otra punta de la
cuidad. Yanira no volvió a tener interés en vivir con otra familia que no fuera
la suya. Se sentía afortunada de ser gitana, de tener una mamá que la quería
como nadie y de criar unos hermanos que la adoraban. Descubrió que familia hay
una sola y que no hace falta probar todo en la vida.