viernes, 4 de octubre de 2013

Ese olor a vida.




Ese olor a vida hizo que dejara de pensar en destruir y comenzara a sentir la necesidad de crear un mundo mejor. Allí estaba ella, con manchas y pegotes de sangre por todo su cuerpo. Llorando desconsolada ante la nueva situación de su vida independiente. Él abrazándola no podía más que temblar y comprender que todo había cambiado para siempre. Para bien.

Los segundos transcurrían sin hacerlo, en una foto que no quería ser video y que los dejaba retratados para la eternidad. El dolor había pasado, el sufrimiento fue. Era momento de contemplación, de respirar hondo y sentir la vida en sus brazos. Adiós a una existencia de odio y persecución. La vida cobraba otro sentido más profundo, crear un mundo más habitable, más humano, donde ella pudiera vivir y ser tan feliz como pudiera.

martes, 3 de septiembre de 2013

Inquietud



Desde el tercer piso Yanira observaba con envidia la mudanza de los payos. Se veían alegres. Tenían objetos interesantes: muebles finos, mucha ropa, juguetes del niño pequeño, libros de la niña mayor. Tal vez ella tendría su misma edad y podrían jugar juntas. Yanira estaba cansada tener que cuidar a sus cinco hermanos, de ser la mamá e hija al mismo tiempo. Esa niña seguramente no se ocupaba de su hermano menor, ni tenía que ir a comprar cerveza al padre, ni tabaco, ni nada de nada.

Se conocieron a la mañana siguiente, cuando Lola salía a pasear el perro. Yanira esperó desde temprano hasta verla salir del portal; estaba asomada a la entrada desde la ventana del tercer piso. Lola resultó ser una niña simpática; salía a pasear el perro y Yanira le mostró lo más importante del barrio: el lago, los juegos, el locutorio, el colegio, el chino, el supermercado. La nueva vecina también estaba contenta de conocer a una nueva amiga.

Afortunadamente aceptaron a Lola en el colegio del barrio y fueron compañeras de clase. No tardaron nada en hacerse amigas; compartían pupitre y miles de historias. Hasta entonces Yanira había estado algo apartada de la clase. No tenía amigas y si la invitaban a algún cumpleaños era claramente por no dejar de invitar a nadie. Ella lo sabía, había escuchado la palabra «discriminar» más de una vez y no le gustaba nada que la invitaran sin querer invitarla. Los payos eran muy raros para algunas cosas y las invitaciones eran unas de esas cosas. Su familia también había empezado a parecerle rara desde hacía un tiempo, aunque empezó a verlos realmente extraños desde que habían llegado al barrio Lola y su familia.

Como las niñas se habían hecho muy amigas y vivían en el mismo portal era cosa común que Lola invitara a Yanira a su casa. La pequeña gitana reconocía entonces las diferencias que había cuando hablaban padres e hijos, el tono de voz en las conversaciones, los temas de los que hablaban… Cosas que a ella siempre le había parecido que eran de payos ahora le parecían normales y hasta necesarias.

Como Lola iba a clase de religión en el colegio y estaba en segundo año de catequesis de comunión, Yanira pidió permiso a sus padres para ir también. Era una época complicada en su familia, su padre había desaparecido —no era la primera vez— y la madre volvía a acercarse al lado oscuro del barrio para poder mantener la familia. Le dieron permiso a cambio de cuidar de los más pequeños sola todas las tardes. Yanira aceptó el trato (no tenía opciones) y Lola de contenta que estaba se ofreció para ayudarle a cuidarlos. Cada vez se llevaban mejor las dos pequeñas, algunos en el barrio decían incluso que parecían hermanas. Yanira pronto aprendió el catecismo, la señal de la cruz y a rezar. Eso era lo que más le gustaba. Estaba sorprendida de que uno pudiera hablarle a Dios así, tan fácil. No entendía cómo había personas que dudaban de que al rezar no se hablara directamente con Dios. Ella desde la primera vez que lo hizo sintió que Él la escuchaba.

Cuando arrestaron a la madre de Yanira, ella estaba en el colegio. Al llegar a casa sintió una extraña sensación que no se le quitaba aunque intentara pensar en cosas bonitas, como las muñecas de Lola. Llevaba dos semanas pidiéndole a Dios que pasara cualquier cosa —un milagro— que hiciera posible ir a vivir a casa de Lola. Y ahora, que su mamá estaba en la cárcel y que su papá estaba no se sabe dónde, ahora que podía pedir asilo en casa de Lola, no era capaz de sonreír.

Nada más enterarse de lo sucedido, la familia de Lola fue a su casa. Había un grupo de sicólogos de asistencia social y no se llegaba a un acuerdo con los familiares cercanos para dejarle los niños a ninguno de ellos. Los familiares aducían falta de recursos para mantenerlos. Los padres de Lola se ofrecieron para cuidarla unos días, como medida transitoria. Aunque no era normal que sucediera y después de pasar unos días en el centro de asistencia social del estado —y de la insistencia de los padres de Lola— dejaron que cuidaran de la niña de forma temporal y bajo controles del estado.

Yanira estaba contenta de poder dormir en la misma habitación que Lola. Se quedaban hablando horas antes de ir a dormir. Aquellos días tendrían que haber sido los más hermosos de la vida de Yanira, pero no era así. Cuando salían de paseo por el lago, siempre se quedaba pensando en sus hermanos, en su mamá. No era mala. Ella le pegaba a veces, pero como también le regañan y pegan a Lola y su hermano. Eso no era algo malo. Y tampoco era algo malo vender lo que su mamá vendía. No era malo porque eso hacía que pudiera darles de comer y ropa para vestirse, que pudiera pagar el alquiler y todo sin su papá, ese que a la primera de cambio desaparecía y meses después volvía como si nada hubiera pasado. «¿Por qué nos pasa esto?», pensaba a menudo Yanira. No quería responder que era porque lo había pedido, no quería responder que era porque quería saber cómo sería vivir con unos payos y que por eso pidió una magia, un hechizo y éste se había hecho realidad.

—Dios, diosito, si todavía estás ahí, haz que vuelva mi mama, por favor. Me equivoqué, por favor perdóname, quiero a mi mama… —lloraba con voz entrecortada de rodillas al costado de su cama mientras Lola miraba por la rendija de la puerta de la habitación.

 Nunca supo si la familia de Lola tuvo algo que ver con la fianza, con los abogados o con cualquier entidad mágica que hizo salir a la mamá de Yanira de la cárcel dos semanas después aquella oración. Lo único que comentaron las amigas fue que estaban contentas de ser vecinas, de ser amigas y de quererse tanto. Yanira volvió a cuidar a sus hermanos, con más cariño y sensatez que antes; los cuidaba tan bien que su mamá tenía todo el tiempo del mundo para ir a rehabilitación e ir a trabajar a la otra punta de la cuidad. Yanira no volvió a tener interés en vivir con otra familia que no fuera la suya. Se sentía afortunada de ser gitana, de tener una mamá que la quería como nadie y de criar unos hermanos que la adoraban. Descubrió que familia hay una sola y que no hace falta probar todo en la vida.

miércoles, 10 de abril de 2013

Sobre las desOrganizaciones



Las organizaciones son una exageración de sus individuos. Así, cuando una sociedad industrial expone a su interior —valga la confusión posible— luchas de poder, descoordinación, desperdicio de tiempo y recursos, etcétera, se demuestra que los individuos asumen —de forma activa o pasiva— su condición de «ineficientes». Es entonces cuando algunos son despedidos, otros cambian de organización y un tercer grupo carga con el yugo de las verdaderas consecuencias. De éstos, los más valientes luchan a contracorriente y los más inteligentes luchan por su supervivencia intelectual.

miércoles, 20 de febrero de 2013

El reflejo



—Imbécil, maldito idiota. ¿No puedes entenderlo?¿Por qué te cierras en ti mismo? Ya el único que lo niega eres tú —me dijo el muy bastardo.
—No puedo creer lo que estoy oyendo. Treinta y tantos años amargando cada minuto de mi vida, ¿y ahora quieres que crea que quieres que…? ¡Mis últimos días! ¡Tu puñetera madre! ¿No se te ocurre algo mejor para joderme la vida? Ya nada me sorprende. No me engañas más. Eres un maldito hijo de perra.
—¿Por qué no quieres verlo? Mírame a la cara. Mírate. La muerte no espera. Aunque la niegues allí estará. Deja todo y vámonos de viaje. Vámonos lejos, al fin del mundo…
—Tú quieres que me echen del trabajo, que deje mi carrera, que sea como tú, un alma libre, un loco enfermo que sólo piensa en vivir la vida. ¡Despierta! Aquí el único que va a morir es tu sentido de la realidad.
—¿Te lo repito? Mírame a los ojos: ¡Cáncer terminal! ¡Etapa crónica! ¡Deja el maldito trabajo y vámonos a disfrutar lo que queda de vida!
—Ni aunque fuera cierto lo dejaría todo, y menos para irme contigo. ¿No lo entiendes? Tú eres todo lo que odio… Y yo soy… Maldito infeliz, ya ni sé lo que soy. Ya ni sé lo que quiero ni lo que dejo de querer, porque en todos lados estás tú y tu estúpida locura imberbe. Esa que…
—Déjalo. Vamos a morir. Tú y yo. Porque el que mandas, eres tú. Yo sólo he sido una voz lejana, esa que nunca quisiste escuchar. Apaga la luz. No mires más este espejo. No quieres ver lo que refleja, ni oír lo que dice.
Apagué la luz y me fui a dormir. Aquella noche fue más oscura que de costumbre. No podía ver ni oír nada. Cuando llegó la muerte, grité con horror pero ya era tarde.

jueves, 14 de febrero de 2013

La violinista



Estaba escribiendo un cuento. Una historia normal, sencilla. La chica, violinista, menuda, tímida, morena, de cabello corto y nervios de acero estaba enamorada del director de orquesta, pero le gustaba darle celos con el fagot. El director, con melena de león, cuerpo escultural e interior salvaje odiaba verla filetear con otros. La hizo sufrir durante el concierto. Al terminar ella le rompía el violín por la cabeza y después de salir corriendo los dos terminaban matándose de amor en un rincón oscuro de algún monumento de cualquier ciudad. Me quedé pensando en eso, en el erotismo de la escena, en las caras de los dos y en cómo gozaban con sus instrumentos, con sus manos, con sus tempos y sus silencios. Empecé de pronto a sentir mis manos, mi pecho, sangre corriendo por mis venas y esa pasión de la violinista sobre la batuta, del director dirigido, de esa esquina oscura de la ciudadela de Pamplona, donde los cañones, vibrando y estremeciéndose al ritmo de dos sombras que se hacían una y luego gemían, volvían a ser dos y hacían silencios de negra, de blanca, contratiempos, semifusas y allegro ma non troppo… Me fundí con ellos y vi la punta del cañón, las manos de la violinista me rozaron suavemente el cuello, luego el pecho, allí donde más me excita. Levanté una de mis manos, la otra ya estaba empujando sus nalgas hacia mí. Me encontré con una melena que no tenía, me encontré una batuta en el bolsillo. Ella me agarró del cuello con fuerza y me llevó a hundirme en sus pechos. Eran como los había imaginado, turgentes, suaves, tan míos. La sentí gritar de placer cuando me aboqué a ellos oí una sonata, luego un vals. Comenzó a moverse como una loca, iba y venía con furia, con deseo, me estaba matando de gusto y dolor pero no podíamos parar. Ella tenía mi batuta, mi cuerpo, mi mente. Me confesó que era ella la que escribía el cuento y no yo. Me contó sus guiños al fagot, su locura por mí, todo. Cuando acabamos se fue sin decir una palabra. Poco después encontré el regalo más hermoso que jamás me hayan hecho. Además del deleite profundo que nunca olvidaré, este cuento estaba en mi mesa.