sábado, 18 de agosto de 2012

El príncipe Gaztelu



Sin fijar la vista en nada mi mirándolo todo, estaba él. Incansable e intrépido podía dominar a todos a su alrededor, porque desde muy pequeño lo había hecho o, tal vez, porque estaba predestinado a ser un gran vencedor. Fuera cual fuere la razón, aquel indómito gigante rubio tenía delante de sí una gran meta: salvar a la humanidad (o lo que eso pudiera significar cuando sólo un puñado de homo-sapiens pululaban) sobre la superficie terrestre.

Miles de veces se ha oído hablar de tales desafíos, de proezas como la que este relato intentará describir, pero nunca llevadas a cabo por alguien tan inestable como valiente. Tras su andar zigzagueante y su dubitativa estampa ondean aires de grandeza, de la soledad que sólo el deber conlleva. El pequeño Gaztelu se había transformado en un mito y el mito en leyenda mucho antes de tener que enfrentar al mal definitivo, a la oscuridad del más allá.

Las tinieblas cubrían el norte del mundo y al sur hacía tiempo que ya nadie se acercaba, o eso se decía. La cara buena del mundo era la mala y de la mala más vale no hablar. Nada era simple, bueno. Todo tenía que ser salvado y Gaztelu cruzó los mares del norte, el frío invierno indomable y la estepa eterna para llegar al gran castillo del mal. Encontró a sus puertas un alto muro y la imagen borrosa de una puerta que nunca estuvo allí, o puede que eso pareciera, porque allí nada era lo que parecía y todo era nada. Buscó en su mente algo parecido y encontró miles de imágenes: lunas que parecían soles, árboles que eran arbustos, hombres que parecían mujeres y hasta piedras que eran de hielo y caían del cielo. Pensando en todo esto descubrió la verdadera cara del muro, el cerrojo de la puerta y la forma de abrirla con sólo pensar en ello. Se dio cuenta que las cosas son más profundas de lo que parecen en este mundo y, después de hacerlo, se sintió más seguro, porque ya no le pareció tan malo.

Detrás de él se cerró la puerta, volvía a ser un muro, pero no para Gaztelu, que nunca más la vería así. Encontró dragones que resultaron ser hermosas salamandras, aves prehistóricas que eran simplemente murciélagos y hasta leones cariñosos que recordaban más a los gatos domésticos que a los linces adiestrados. Los laberintos eran casi como chozas una tras otra y las trampas que encontró a su paso parecieron juego de niños, de esos que entretienen y no hacen daño. A cada paso encontraba más interés en la búsqueda del siguiente y a cada estímulo le encontraba más atractivo que al anterior. La lucha por salvar a los hombres del mal se transformó en el entretenimiento sin par de Gaztelu y el fin de transformó en un medio para satisfacer su necesidad de creación. Fue así como el intrépido y diferente a todos Gaztelu pudo lograr un cometido que nunca entendería, pero que siempre recordaría con alegría: se encontró rodeado de pares que lo admiraron, que lo adularon e incluso enaltecieron a niveles innecesarios. Pero nada de eso tenía sentido: las tinieblas habían sido atardeceres, las fieras simples animales maleducados y el castillo con sus trampas un juego de niños algo atrevidos… ¿Por qué todo el mundo creía que el mundo estaba en peligro? ¿Por qué tanto miedo a perecer? Gaztelu no insistió mucho en estas preguntas que por las noches en las que había comido mucho atormentaban su mente congestionada. Desaparecieron con el tiempo, pero no así lo hicieron aquellas aventuras, que lo hicieron más grande de lo que era, perpetuaron la leyenda y, como si de un dios se tratara, lo inmortalizaron en lo más alto del inconsciente social.
El príncipe Gaztelu, porque así lo llamó el rey reconociendo al bastardo, nunca vivió en palacio. Buscó eternamente un castillo que lo llevara al más allá. Buscaba en cada país un desafío que le hiciera sentir el miedo, el horror, esas sensaciones que tantas veces le habían contado sus soldados que tanto intrigaban a su ser. Pero no encontraba el miedo, el dolor, el horror o la compasión siquiera. Su obsesión hizo que muchos sufrieran por él, cosa que no entendía ni aceptaba, porque sencillamente era su búsqueda y, como tal, no le permitía ver que estaba rodeado de lo que intentaba encontrar en el más allá. No buscaba la gloria, porque era suya desde siempre, ni el reconocimiento, porque no lo necesitaba. Su gente le temía como se teme a un enfermo, y tenían razón, aunque no lo fuera, porque no entendía al mundo ni el mundo lo entendía a él.

Un buen día, el rey pidió al príncipe que dejara su búsqueda, tan rentable en tierras y vasallos, para tomarse un respiro y encontrar una bella mujer. Gaztelu no era capaz de aceptar mandatos de nadie, pero nadie sabe bien por qué, esa vez sus deseos coincidieron con los del monarca y terminó en alguna hermosa tierra reconquistada del sur.

El antiguo bastardo no tardó en regocijarse con los vinos de la tierra, con las mujeres y los placeres de aquellos mundos lejanos que, hasta entonces, no había visto mas que como tierras a conquistar. Después de dos lunas, había ya una doncella que atraía su atención por encima del resto y fue precisamente ésta la que se acercó a él la noche del solsticio.

-Mi señor, es usted muy diferente a como había oído- dijo la joven con seriedad
-Bueno es que te des cuenta, pero dime ¿en qué me ves diferente?
-Vos no sois tan gallardo como se dice, vos sois… no sé si debería…- se sonrojó la doncella
-Dijo, no termas, me agradaría mucho saber lo que piensas, sea lo que sea, no tengas miedo- respondió el príncipe tomando su mano.

Las llamas del fuego eran la única luz en aquella velada y ya quedaban sólo cuatro o cinco personas de la corte con ellos. La joven, temblorosa, sabía que él estaba sintiendo su temor en la mano, y de todos modos se atrevió a expresar lo que sentía.

-Vos sois más loco que gallardo. Lo vuestro no es valentía ni valor. Lo vuestro es locura, plena locura de un ser que no tiene límites y quiere encontrarlos. Vos sois, permitídmelo su majestad, un loco real.

Los ojos de quienes pudieron orila quedaron desorbitados, los de todos excepto los del aludido quien, con júbilo levantaba sus mejillas hasta los ojos y estos mostraban la sonrisa más hermosa que nunca jamás haya podido un príncipe mostrar. Gaztelu había descubierto en aquella doncella el objeto de sus búsquedas, el fin de sus medios, el regalo de los dioses. La locura era un medio y el amor el fin. Descubrió entonces que nada era todo y todo era nada sin su locura, porque los ojos ven, pero no entienden a veces y cuando entienden es porque los ilumina la mente. Y la mente no es nada sin la locura, porque es allí donde anidan las miradas, los suspiros, el anhelo y los deseos. El príncipe no había soltado su mano cuando se dieron un beso, nadie entendió aquello ni hacía falta hacerlo, porque un loco tiene derecho a todo y todo es de su derecho. La misma doncella confesó también serlo, porque sino quien sería capaz de entenderlo, y fue así como dos locos se casaron y pocos años después fueron reyes de un reino.

Pernando Gaztelu

1 comentario:

charo dijo...

Imaginación a raudales. Ya veo que las vacaciones no te han quitado las ganas de escribir.