La estación del tren siempre está al otro lado de
la ciudad, alejada del bullicio de la gente, alejada del presente y esperando
un futuro que está por llegar.
Esta vez no sabía cuándo volvería así que metió
toda la ropa que pudo en la maleta, tampoco tenía muy claro hasta dónde quería
llegar por eso su destino era una estación sin nombre.
Gregorio cruzaba las calles con su maleta roja de
ruedas, los árboles movían sus ramas agitadas por un viento frío y húmedo que
anunciaba tormenta. Las casas que dejaba tras de sí se despedían de él con un
simple hasta luego, sin efusión.
Una piedra en una alcantarilla llamó su atención.
Era redonda y rodaba hacia un agujero profundo y oscuro. Se agachó a cogerla
pensando que la piedra sería el símbolo de su pasado.
Estuvo a punto de atraparla cuando la alcantarilla
se abrió arrastrándole hacia una profunda y negra oscuridad.
Rodaba sin darse tregua detrás de la piedra. El
agujero cada vez se hacía más estrecho, la piedra era cada vez más grande. No
había espacio, tan solo la piedra, él y la oscuridad.
No entendía nada, tampoco se preguntó nada cuando todo se volvió amarillo, hasta la maleta.
Intentó ponerse de pie, pero su cabeza chocó contra
algo duro y húmedo, pensó que sería el techo. Andando casi en cuclillas llegó
hasta el final del túnel.
-Ja, ja, ja, ja, -una sonora carcajada retumbaba en
sus oídos y como las campanas de la iglesia de su barrio le hicieron chirriar
los dientes.
-Hola, ¿hay alguien ahí? –preguntó.
Pero no obtuvo respuesta.
-Por favor ¿alguien me puede ayudar? –volvió a
preguntar.
-Ja, ja, ja, que si te puedo ayudar, qué ingenuo.
Una nueva carcajada rebotó en la pared y le hizo temblar las piernas.
Una nueva carcajada rebotó en la pared y le hizo temblar las piernas.
-¿Quién eres? –empezaba a ponerse nervioso.
-Tal vez sea tan solo una
amarillenta y triste luz, a lo mejor soy la alcantarilla, quizás seré una
piedra, o simplemente soy una tubería atascada intentando expulsar la cantidad
de porquería que cada día pasa por mi panza, y tú entonces eres un desperdicio
que debo escupir.
-No puede ser, las alcantarillas no hablan –contestó
Gregorio.
-Ja, ja, ja, ja, mira la pared que te rodea, mete
la mano entre la suciedad que empapela el túnel, verás si te hablo y te digo la
cantidad de desperdicios que se quedan incrustados en mis arterias, y te explico
lo de la roña que corroe el hierro de
mis tuberías, la bazofia que alimenta mis pasillos, los deshechos que voy
recopilando, verás si te hablo y te digo que tú eres una inmundicia más, una
asquerosidad más a la que tengo que dar salida.
-Oiga, que yo no soy ninguna mierda –Ya se estaba
enfandando.
El silencio volvió a reinar, la amarillenta luz se
volvía a veces azul, otras era de color blanco.
Siguiendo un impulso decidió deambular por una
serie de laberintos alumbrados por la luz muertecina y amarillenta que
reflejaba unas paredes forradas de musgo y un suelo repleto de excrementos. La
maleta roja que arrastraba iba perdiendo color.
“Tienes que
acabar con todo, así no podemos seguir”. Escuchó una voz, al principio clara,
más tarde se convirtió en susurro. Le animó pensar que no estaba solo.
Perdería el tren, si no se daba prisa perdería el
tren, se repetía una y otra vez.
Arrastrado por la luz apareció en una sala
alumbrada por una bombilla de color amarillento que colgaba en el centro del
techo. Sentados en unas sillas unos cuerpos sin rostro esperaban.
-¡El siguiente! -Se oyó una voz. Nadie respondió. Tal
vez estaban dormidos.
-¡El siguiente! -Volvió a escucharse.
Dudó, a lo mejor le darían una explicación.
-¡Yo! –contestó.
-Adelante, pase y siéntese –le hablaba un rostro
vacío, una mano sin brazo, una tiniebla sin luz.
-Nombre y apellidos, por favor
-Gregorio Pérez y Gómez –contestó.
-Edad –volvió a preguntar
-Cuarenta y cinco
-Profesión
-No me acuerdo
-Vamos, no me diga que no se acuerda, si tiene cara
de contable y manos de electricista.
-Está bien, electricista –mintió.
-¿Cuál es su destino?
-No lo sé.
-Salga fuera y espere, cuando lo sepa pida permiso
y entre.
Obedeció, salió y esperó.
Se sentó en una silla, con las manos se tapaba el
rostro, cerró los ojos fuertemente pensando que cuando los abriera no estaría
allí. Abrió los ojos y se encontró en el mismo sitio, la
misma maleta, los mismos fantasmas inmóviles y la luz muertecina a punto de
apagarse.
-Hola –alguien entraba en la sala.
-Hola –le contestó sin ganas
-¿Hace tiempo que está usted aquí?
-¿Yo? No, acabo de llegar.
-¿Le han llamado?
-Sí, pero no he sabido contestar.
-¿A dónde se dirige?
-No lo sé
-Pues tiene que saberlo y pronto, sino se quedará
sin rostro como ellos.
Gregorio se estremeció.
-Eso no es posible ¿por qué habría de quedarme sin
rostro?
-Es la luz
-¿Qué luz?
-La que alumbra
-¿Qué le pasa a la luz?
-Que se va a apagar pronto
-Qué pasa, ¿es la hora de cerrar?
-Aquí siempre es la hora de cerrar
-Oiga ¿sabe usted cómo se sale de aquí?
-No
-Entonces ¿estamos atrapados?
-Yo no, usted tal vez.
-¿Yo? ¿por qué?
-Porque no sabe cuál es su destino
-Usted tampoco lo sabe
-Yo lo acabo de descubrir
-¿Y Cuál es?
-Mi casa
-Y, ¿dónde está su casa?
-Donde la dejé
-Pero ¿dónde, en qué sitio?
-Hace tanto tiempo que salí, no sé si habrá alguien
esperándome, tal vez me hayan olvidado. ¿Le digo una cosa?
-Diga, diga.
-Tengo miedo de volver.
-¡Tengo que coger el tren! –exclamó Gregorio
poniéndose en pie.
-¿Pero a dónde va?
-Solo sé que tengo que salir de aquí –cogió su
maleta y comenzó a andar
-Espere, le acompaño –Le contestó el otro
-Pero usted se va a su casa, yo no tengo casa.
-Usted también tiene casa
-Sí ¿y dónde está?
-Donde la dejó.
-No, yo no tengo casa, debo de coger el tren, me
están esperando.
-Nadie espera a nadie.
-A mi sí.
-A usted como a los demás.
Gregorio caminaba deprisa aferrada su mano a la
maleta. El otro, le seguía como si fuera su sombra.
-¡Un ascensor! –exclamó la sombra- a la izquierda,
hay un ascensor.
-Vamos, pulsa el botón, mejor lo hago yo, que he
llegado antes.
Pulsó el botón, el motor tardó en ponerse en
marcha, una luz roja se encendió, y el ascensor empezó a andar. Al abrir sus
puertas un espejo reflejaba unas manchas oscuras y una maleta roja.
Había cinco botones de subida, el número cinco
destacaba sobre los demás, sin pensarlo apretó la tecla, una flecha indicaba
que subían. Gregorio suspiró con alivio, por fin saldría a la superficie.
El trayecto se le hizo eterno. Ni él ni su sombra hablaban,
solamente se observaban. La maleta seguía aferrada a su mano.
Sonó un “ding, dong, quinta planta, abriendo
puertas”. Pero el ascensor no se abría, Gregorio golpeó la puerta, le dio
patadas, hasta gritó. Una mano en su hombro intentó tranquilizarle, le temblaba el pulso. Apretó el
botón de abrir puertas y salieron encontrándose de nuevo en una sala alumbrada
por una bombilla de color amarillento que colgaba en el centro del techo.
Sentados en unas sillas unos cuerpos sin rostro esperaban.
Charo Ruiz