domingo, 19 de agosto de 2012

Perdería el tren


La estación del tren siempre está al otro lado de la ciudad, alejada del bullicio de la gente, alejada del presente y esperando un futuro que está por llegar.

Esta vez no sabía cuándo volvería así que metió toda la ropa que pudo en la maleta, tampoco tenía muy claro hasta dónde quería llegar por eso su destino era una estación sin nombre.

Gregorio cruzaba las calles con su maleta roja de ruedas, los árboles movían sus ramas agitadas por un viento frío y húmedo que anunciaba tormenta. Las casas que dejaba tras de sí se despedían de él con un simple hasta luego, sin efusión.

Una piedra en una alcantarilla llamó su atención. Era redonda y rodaba hacia un agujero profundo y oscuro. Se agachó a cogerla pensando que la piedra sería el símbolo de su pasado.

Estuvo a punto de atraparla cuando la alcantarilla se abrió arrastrándole hacia una profunda y negra oscuridad.

Rodaba sin darse tregua detrás de la piedra. El agujero cada vez se hacía más estrecho, la piedra era cada vez más grande. No había espacio, tan solo la piedra, él y la oscuridad.

No entendía nada, tampoco se preguntó nada cuando todo se volvió amarillo, hasta la maleta. 

Intentó ponerse de pie, pero su cabeza chocó contra algo duro y húmedo, pensó que sería el techo. Andando casi en cuclillas llegó hasta el final del túnel.

-Ja, ja, ja, ja, -una sonora carcajada retumbaba en sus oídos y como las campanas de la iglesia de su barrio le hicieron chirriar los dientes.

-Hola, ¿hay alguien ahí? –preguntó.

Pero no obtuvo respuesta.

-Por favor ¿alguien me puede ayudar? –volvió a preguntar.

-Ja, ja, ja, que si te puedo ayudar, qué ingenuo.

Una nueva carcajada rebotó en la pared y le hizo temblar las piernas.

-¿Quién eres? –empezaba a ponerse nervioso.

-Tal vez sea tan solo una amarillenta y triste luz, a lo mejor soy la alcantarilla, quizás seré una piedra, o simplemente soy una tubería atascada intentando expulsar la cantidad de porquería que cada día pasa por mi panza, y tú entonces eres un desperdicio que debo escupir.

-No puede ser, las alcantarillas no hablan –contestó Gregorio.

-Ja, ja, ja, ja, mira la pared que te rodea, mete la mano entre la suciedad que empapela el túnel, verás si te hablo y te digo la cantidad de desperdicios que se quedan incrustados en mis arterias, y te explico lo de la roña que  corroe el hierro de mis tuberías, la bazofia que alimenta mis pasillos, los deshechos que voy recopilando, verás si te hablo y te digo que tú eres una inmundicia más, una asquerosidad más a la que tengo que dar salida.

-Oiga, que yo no soy ninguna mierda –Ya se estaba enfandando.

El silencio volvió a reinar, la amarillenta luz se volvía a veces azul, otras era de color blanco.

Siguiendo un impulso decidió deambular por una serie de laberintos alumbrados por la luz muertecina y amarillenta que reflejaba unas paredes forradas de musgo y un suelo repleto de excrementos. La maleta roja que arrastraba iba perdiendo color.

 “Tienes que acabar con todo, así no podemos seguir”. Escuchó una voz, al principio clara, más tarde se convirtió en susurro. Le animó pensar que no estaba solo.

Perdería el tren, si no se daba prisa perdería el tren, se repetía una y otra vez.

Arrastrado por la luz apareció en una sala alumbrada por una bombilla de color amarillento que colgaba en el centro del techo. Sentados en unas sillas unos cuerpos sin rostro esperaban.

-¡El siguiente! -Se oyó una voz. Nadie respondió. Tal vez estaban dormidos.

-¡El siguiente! -Volvió a escucharse.

Dudó, a lo mejor le darían una explicación.

-¡Yo! –contestó.

-Adelante, pase y siéntese –le hablaba un rostro vacío, una mano sin brazo, una tiniebla sin luz.

-Nombre y apellidos, por favor
-Gregorio Pérez y Gómez –contestó.
-Edad –volvió a preguntar
-Cuarenta y cinco
-Profesión
-No me acuerdo
-Vamos, no me diga que no se acuerda, si tiene cara de contable y manos de electricista.
-Está bien, electricista –mintió.
-¿Cuál es su destino?
-No lo sé.
-Salga fuera y espere, cuando lo sepa pida permiso y entre.

Obedeció, salió y esperó.

Se sentó en una silla, con las manos se tapaba el rostro, cerró los ojos fuertemente pensando que cuando los abriera no estaría allí. Abrió los ojos y se encontró en el mismo sitio, la misma maleta, los mismos fantasmas inmóviles y la luz muertecina a punto de apagarse.

-Hola –alguien entraba en la sala.
-Hola –le contestó sin ganas
-¿Hace tiempo que está usted aquí?
-¿Yo? No, acabo de llegar.
-¿Le han llamado?
-Sí, pero no he sabido contestar.
-¿A dónde se dirige?
-No lo sé
-Pues tiene que saberlo y pronto, sino se quedará sin rostro como ellos.

Gregorio se estremeció.

-Eso no es posible ¿por qué habría de quedarme sin rostro?
-Es la luz
-¿Qué luz?
-La que alumbra
-¿Qué le pasa a la luz?
-Que se va a apagar pronto
-Qué pasa, ¿es la hora de cerrar?
-Aquí siempre es la hora de cerrar
-Oiga ¿sabe usted cómo se sale de aquí?
-No
-Entonces ¿estamos atrapados?
-Yo no, usted tal vez.
-¿Yo? ¿por qué?
-Porque no sabe cuál es su destino
-Usted tampoco lo sabe
-Yo lo acabo de descubrir
-¿Y Cuál es?
-Mi casa
-Y, ¿dónde está su casa?
-Donde la dejé
-Pero ¿dónde, en qué sitio?
-Hace tanto tiempo que salí, no sé si habrá alguien esperándome, tal vez me hayan olvidado. ¿Le digo una cosa?
-Diga, diga.
-Tengo miedo de volver.
-¡Tengo que coger el tren! –exclamó Gregorio poniéndose en pie.
-¿Pero a dónde va?
-Solo sé que tengo que salir de aquí –cogió su maleta y comenzó a andar
-Espere, le acompaño –Le contestó el otro
-Pero usted se va a su casa, yo no tengo casa.
-Usted también tiene casa
-Sí ¿y dónde está?
-Donde la dejó.
-No, yo no tengo casa, debo de coger el tren, me están esperando.
-Nadie espera a nadie.
-A mi sí.
-A usted como a los demás.


Gregorio caminaba deprisa aferrada su mano a la maleta. El otro, le seguía como si fuera su sombra.

-¡Un ascensor! –exclamó la sombra- a la izquierda, hay un ascensor.
-Vamos, pulsa el botón, mejor lo hago yo, que he llegado antes.

Pulsó el botón, el motor tardó en ponerse en marcha, una luz roja se encendió, y el ascensor empezó a andar. Al abrir sus puertas un espejo reflejaba unas manchas oscuras y una maleta roja.

Había cinco botones de subida, el número cinco destacaba sobre los demás, sin pensarlo apretó la tecla, una flecha indicaba que subían. Gregorio suspiró con alivio, por fin saldría a la superficie.

El trayecto se le hizo eterno. Ni él ni su sombra hablaban, solamente se observaban. La maleta seguía aferrada a su mano.

Sonó un “ding, dong, quinta planta, abriendo puertas”. Pero el ascensor no se abría, Gregorio golpeó la puerta, le dio patadas, hasta gritó. Una mano en su hombro intentó tranquilizarle, le temblaba el pulso. Apretó el botón de abrir puertas y salieron encontrándose de nuevo en una sala alumbrada por una bombilla de color amarillento que colgaba en el centro del techo. 

Sentados en unas sillas unos cuerpos sin rostro esperaban.

Charo Ruiz

sábado, 18 de agosto de 2012

El príncipe Gaztelu



Sin fijar la vista en nada mi mirándolo todo, estaba él. Incansable e intrépido podía dominar a todos a su alrededor, porque desde muy pequeño lo había hecho o, tal vez, porque estaba predestinado a ser un gran vencedor. Fuera cual fuere la razón, aquel indómito gigante rubio tenía delante de sí una gran meta: salvar a la humanidad (o lo que eso pudiera significar cuando sólo un puñado de homo-sapiens pululaban) sobre la superficie terrestre.

Miles de veces se ha oído hablar de tales desafíos, de proezas como la que este relato intentará describir, pero nunca llevadas a cabo por alguien tan inestable como valiente. Tras su andar zigzagueante y su dubitativa estampa ondean aires de grandeza, de la soledad que sólo el deber conlleva. El pequeño Gaztelu se había transformado en un mito y el mito en leyenda mucho antes de tener que enfrentar al mal definitivo, a la oscuridad del más allá.

Las tinieblas cubrían el norte del mundo y al sur hacía tiempo que ya nadie se acercaba, o eso se decía. La cara buena del mundo era la mala y de la mala más vale no hablar. Nada era simple, bueno. Todo tenía que ser salvado y Gaztelu cruzó los mares del norte, el frío invierno indomable y la estepa eterna para llegar al gran castillo del mal. Encontró a sus puertas un alto muro y la imagen borrosa de una puerta que nunca estuvo allí, o puede que eso pareciera, porque allí nada era lo que parecía y todo era nada. Buscó en su mente algo parecido y encontró miles de imágenes: lunas que parecían soles, árboles que eran arbustos, hombres que parecían mujeres y hasta piedras que eran de hielo y caían del cielo. Pensando en todo esto descubrió la verdadera cara del muro, el cerrojo de la puerta y la forma de abrirla con sólo pensar en ello. Se dio cuenta que las cosas son más profundas de lo que parecen en este mundo y, después de hacerlo, se sintió más seguro, porque ya no le pareció tan malo.

Detrás de él se cerró la puerta, volvía a ser un muro, pero no para Gaztelu, que nunca más la vería así. Encontró dragones que resultaron ser hermosas salamandras, aves prehistóricas que eran simplemente murciélagos y hasta leones cariñosos que recordaban más a los gatos domésticos que a los linces adiestrados. Los laberintos eran casi como chozas una tras otra y las trampas que encontró a su paso parecieron juego de niños, de esos que entretienen y no hacen daño. A cada paso encontraba más interés en la búsqueda del siguiente y a cada estímulo le encontraba más atractivo que al anterior. La lucha por salvar a los hombres del mal se transformó en el entretenimiento sin par de Gaztelu y el fin de transformó en un medio para satisfacer su necesidad de creación. Fue así como el intrépido y diferente a todos Gaztelu pudo lograr un cometido que nunca entendería, pero que siempre recordaría con alegría: se encontró rodeado de pares que lo admiraron, que lo adularon e incluso enaltecieron a niveles innecesarios. Pero nada de eso tenía sentido: las tinieblas habían sido atardeceres, las fieras simples animales maleducados y el castillo con sus trampas un juego de niños algo atrevidos… ¿Por qué todo el mundo creía que el mundo estaba en peligro? ¿Por qué tanto miedo a perecer? Gaztelu no insistió mucho en estas preguntas que por las noches en las que había comido mucho atormentaban su mente congestionada. Desaparecieron con el tiempo, pero no así lo hicieron aquellas aventuras, que lo hicieron más grande de lo que era, perpetuaron la leyenda y, como si de un dios se tratara, lo inmortalizaron en lo más alto del inconsciente social.
El príncipe Gaztelu, porque así lo llamó el rey reconociendo al bastardo, nunca vivió en palacio. Buscó eternamente un castillo que lo llevara al más allá. Buscaba en cada país un desafío que le hiciera sentir el miedo, el horror, esas sensaciones que tantas veces le habían contado sus soldados que tanto intrigaban a su ser. Pero no encontraba el miedo, el dolor, el horror o la compasión siquiera. Su obsesión hizo que muchos sufrieran por él, cosa que no entendía ni aceptaba, porque sencillamente era su búsqueda y, como tal, no le permitía ver que estaba rodeado de lo que intentaba encontrar en el más allá. No buscaba la gloria, porque era suya desde siempre, ni el reconocimiento, porque no lo necesitaba. Su gente le temía como se teme a un enfermo, y tenían razón, aunque no lo fuera, porque no entendía al mundo ni el mundo lo entendía a él.

Un buen día, el rey pidió al príncipe que dejara su búsqueda, tan rentable en tierras y vasallos, para tomarse un respiro y encontrar una bella mujer. Gaztelu no era capaz de aceptar mandatos de nadie, pero nadie sabe bien por qué, esa vez sus deseos coincidieron con los del monarca y terminó en alguna hermosa tierra reconquistada del sur.

El antiguo bastardo no tardó en regocijarse con los vinos de la tierra, con las mujeres y los placeres de aquellos mundos lejanos que, hasta entonces, no había visto mas que como tierras a conquistar. Después de dos lunas, había ya una doncella que atraía su atención por encima del resto y fue precisamente ésta la que se acercó a él la noche del solsticio.

-Mi señor, es usted muy diferente a como había oído- dijo la joven con seriedad
-Bueno es que te des cuenta, pero dime ¿en qué me ves diferente?
-Vos no sois tan gallardo como se dice, vos sois… no sé si debería…- se sonrojó la doncella
-Dijo, no termas, me agradaría mucho saber lo que piensas, sea lo que sea, no tengas miedo- respondió el príncipe tomando su mano.

Las llamas del fuego eran la única luz en aquella velada y ya quedaban sólo cuatro o cinco personas de la corte con ellos. La joven, temblorosa, sabía que él estaba sintiendo su temor en la mano, y de todos modos se atrevió a expresar lo que sentía.

-Vos sois más loco que gallardo. Lo vuestro no es valentía ni valor. Lo vuestro es locura, plena locura de un ser que no tiene límites y quiere encontrarlos. Vos sois, permitídmelo su majestad, un loco real.

Los ojos de quienes pudieron orila quedaron desorbitados, los de todos excepto los del aludido quien, con júbilo levantaba sus mejillas hasta los ojos y estos mostraban la sonrisa más hermosa que nunca jamás haya podido un príncipe mostrar. Gaztelu había descubierto en aquella doncella el objeto de sus búsquedas, el fin de sus medios, el regalo de los dioses. La locura era un medio y el amor el fin. Descubrió entonces que nada era todo y todo era nada sin su locura, porque los ojos ven, pero no entienden a veces y cuando entienden es porque los ilumina la mente. Y la mente no es nada sin la locura, porque es allí donde anidan las miradas, los suspiros, el anhelo y los deseos. El príncipe no había soltado su mano cuando se dieron un beso, nadie entendió aquello ni hacía falta hacerlo, porque un loco tiene derecho a todo y todo es de su derecho. La misma doncella confesó también serlo, porque sino quien sería capaz de entenderlo, y fue así como dos locos se casaron y pocos años después fueron reyes de un reino.

Pernando Gaztelu

jueves, 2 de agosto de 2012

La caja de bombones


La hermosa melodía de aquella tarde se desvanecía entre las gotas de lluvia que caían sobre el tejado. Las notas musicales se mezclaban con los sonidos que provocaba la tormenta de ideas y palabras que brotaban sin cesar de la cabeza de aquella loca que, pensándose paracaidista, se precipitaba al vacío con una sonrisa en los labios.

Todo comenzó el día que abrió la puerta de su casa y se encontró con una caja de bombones abandonada en la escalera. Miró hacia arriba, después hacia abajo, llamó a los vecinos, pero nadie sabía nada.

Dejó la caja encima del mueble de la entrada y esperó que alguien los reclamara.

La caja de bombones acumulaba el polvo de la esperanza mientras que la etiqueta de la pastelería iba perdiendo brillo.

Y ocurrió lo que nunca debió ocurrir, abrió la caja y se encontró con varios dulces de suave y afectuoso color marrón que reclamaban su atención. Disimuladamente mordisqueó un bombón, un líquido pegajoso brotó del dulce manchando sus labios cuando el sonido de una música lejana llamó su atención, dejó el bombón en la caja y limpiándose los labios salió de la habitación buscando el origen de aquel murmullo. Pero no encontró nada, volvió a mirar hacia arriba y hacia abajo, volvió a preguntar a los vecinos, pero “nadie sabía de dónde provenían aquellos sonidos”.

Subió por las escaleras hasta llegar a la azotea, el sabor dulce del chocolate permanecía en su boca y un susurro musical le envolvía cual papel de celofán adornando una caja bombones.

Fue entonces cuando decidió tirarse al vacío con la esperanza de que alguien encontrara algún día una caja de bombones en la puerta de su casa y supiera quién era su propietario sin necesidad de preguntar sobre la procedencia de la misma.

Charo Ruiz