—Imbécil,
maldito idiota. ¿No puedes entenderlo?¿Por qué te cierras en ti mismo? Ya el
único que lo niega eres tú —me dijo el muy bastardo.
—No
puedo creer lo que estoy oyendo. Treinta y tantos años amargando cada minuto de
mi vida, ¿y ahora quieres que crea que quieres que…? ¡Mis últimos días! ¡Tu
puñetera madre! ¿No se te ocurre algo mejor para joderme la vida? Ya nada me
sorprende. No me engañas más. Eres un maldito hijo de perra.
—¿Por
qué no quieres verlo? Mírame a la cara. Mírate. La muerte no espera. Aunque la
niegues allí estará. Deja todo y vámonos de viaje. Vámonos lejos, al fin del
mundo…
—Tú
quieres que me echen del trabajo, que deje mi carrera, que sea como tú, un alma
libre, un loco enfermo que sólo piensa en vivir la vida. ¡Despierta! Aquí el
único que va a morir es tu sentido de la realidad.
—¿Te
lo repito? Mírame a los ojos: ¡Cáncer terminal! ¡Etapa crónica! ¡Deja el
maldito trabajo y vámonos a disfrutar lo que queda de vida!
—Ni
aunque fuera cierto lo dejaría todo, y menos para irme contigo. ¿No lo
entiendes? Tú eres todo lo que odio… Y yo soy… Maldito infeliz, ya ni sé lo que
soy. Ya ni sé lo que quiero ni lo que dejo de querer, porque en todos lados
estás tú y tu estúpida locura imberbe. Esa que…
—Déjalo.
Vamos a morir. Tú y yo. Porque el que mandas, eres tú. Yo sólo he sido una voz
lejana, esa que nunca quisiste escuchar. Apaga la luz. No mires más este
espejo. No quieres ver lo que refleja, ni oír lo que dice.
Apagué
la luz y me fui a dormir. Aquella noche fue más oscura que de costumbre. No
podía ver ni oír nada. Cuando llegó la muerte, grité con horror pero ya era
tarde.