miércoles, 20 de febrero de 2013

El reflejo



—Imbécil, maldito idiota. ¿No puedes entenderlo?¿Por qué te cierras en ti mismo? Ya el único que lo niega eres tú —me dijo el muy bastardo.
—No puedo creer lo que estoy oyendo. Treinta y tantos años amargando cada minuto de mi vida, ¿y ahora quieres que crea que quieres que…? ¡Mis últimos días! ¡Tu puñetera madre! ¿No se te ocurre algo mejor para joderme la vida? Ya nada me sorprende. No me engañas más. Eres un maldito hijo de perra.
—¿Por qué no quieres verlo? Mírame a la cara. Mírate. La muerte no espera. Aunque la niegues allí estará. Deja todo y vámonos de viaje. Vámonos lejos, al fin del mundo…
—Tú quieres que me echen del trabajo, que deje mi carrera, que sea como tú, un alma libre, un loco enfermo que sólo piensa en vivir la vida. ¡Despierta! Aquí el único que va a morir es tu sentido de la realidad.
—¿Te lo repito? Mírame a los ojos: ¡Cáncer terminal! ¡Etapa crónica! ¡Deja el maldito trabajo y vámonos a disfrutar lo que queda de vida!
—Ni aunque fuera cierto lo dejaría todo, y menos para irme contigo. ¿No lo entiendes? Tú eres todo lo que odio… Y yo soy… Maldito infeliz, ya ni sé lo que soy. Ya ni sé lo que quiero ni lo que dejo de querer, porque en todos lados estás tú y tu estúpida locura imberbe. Esa que…
—Déjalo. Vamos a morir. Tú y yo. Porque el que mandas, eres tú. Yo sólo he sido una voz lejana, esa que nunca quisiste escuchar. Apaga la luz. No mires más este espejo. No quieres ver lo que refleja, ni oír lo que dice.
Apagué la luz y me fui a dormir. Aquella noche fue más oscura que de costumbre. No podía ver ni oír nada. Cuando llegó la muerte, grité con horror pero ya era tarde.

jueves, 14 de febrero de 2013

La violinista



Estaba escribiendo un cuento. Una historia normal, sencilla. La chica, violinista, menuda, tímida, morena, de cabello corto y nervios de acero estaba enamorada del director de orquesta, pero le gustaba darle celos con el fagot. El director, con melena de león, cuerpo escultural e interior salvaje odiaba verla filetear con otros. La hizo sufrir durante el concierto. Al terminar ella le rompía el violín por la cabeza y después de salir corriendo los dos terminaban matándose de amor en un rincón oscuro de algún monumento de cualquier ciudad. Me quedé pensando en eso, en el erotismo de la escena, en las caras de los dos y en cómo gozaban con sus instrumentos, con sus manos, con sus tempos y sus silencios. Empecé de pronto a sentir mis manos, mi pecho, sangre corriendo por mis venas y esa pasión de la violinista sobre la batuta, del director dirigido, de esa esquina oscura de la ciudadela de Pamplona, donde los cañones, vibrando y estremeciéndose al ritmo de dos sombras que se hacían una y luego gemían, volvían a ser dos y hacían silencios de negra, de blanca, contratiempos, semifusas y allegro ma non troppo… Me fundí con ellos y vi la punta del cañón, las manos de la violinista me rozaron suavemente el cuello, luego el pecho, allí donde más me excita. Levanté una de mis manos, la otra ya estaba empujando sus nalgas hacia mí. Me encontré con una melena que no tenía, me encontré una batuta en el bolsillo. Ella me agarró del cuello con fuerza y me llevó a hundirme en sus pechos. Eran como los había imaginado, turgentes, suaves, tan míos. La sentí gritar de placer cuando me aboqué a ellos oí una sonata, luego un vals. Comenzó a moverse como una loca, iba y venía con furia, con deseo, me estaba matando de gusto y dolor pero no podíamos parar. Ella tenía mi batuta, mi cuerpo, mi mente. Me confesó que era ella la que escribía el cuento y no yo. Me contó sus guiños al fagot, su locura por mí, todo. Cuando acabamos se fue sin decir una palabra. Poco después encontré el regalo más hermoso que jamás me hayan hecho. Además del deleite profundo que nunca olvidaré, este cuento estaba en mi mesa.