martes, 27 de noviembre de 2012

EL DESMEMORIADO



 -¿Qué día es hoy?
-13 y martes y ya sabes el refrán: ni te cases ni te embarques.
-Ya sé, es día trece, pero ¿de qué mes?
-¿No sabes en qué mes vivimos? Estamos en septiembre, mujercita, en septiembre.
-O sea que es 13 de septiembre.
-Sí y sólo faltan dos horas para que acabe y empiece el 14.
-¿Seguro que has dicho que es 13 de septiembre?
-Pero mujer, ¿qué te pasa?  Creo que cada vez estás más sorda.
-Es que me quería asegurar de que me habías dicho que hoy es 13 de septiembre.
-Sí, todo el día y ayer fue 12.
-Y mañana será 14, como bien te he oído.  ¿Qué pasó un 13 de septiembre?
-El 13 de septiembre de 1213 muere Pedro II de Aragón; el 13 de septiembre de 1598 muere Felipe II; el 13 de esptiembre de 1923 es el golpe de estado del general Primo de Rivera; el 13 de sep...
-No sigas.  Yo estaré cada vez más sorda pero tú eres un amoroso desmemoriado, aunque tengas una memoria histórica que da asco.
Luis le dio un beso y le dijo: perdona, se me había olvidado.  Ya sabes el refrán: más vale tarde que nunca.
Un 13 de septiembre de hace más de cuarenta años Luis y Luisa se habían casado.

Begoña Azcona

viernes, 23 de noviembre de 2012

Era feliz hasta que.

 Era feliz saltándose a la torera todas las normas, sobretodo las de tráfico, hasta que un día lo multaron y le retiraron el carnet. Decidió hacerse policía, sí policía y si era de tráfico mejor.

Era feliz siendo policía de tráfico, poniendo multas por doquier, a todo el que pudiera; y si no se lo merecían, mejor. Era feliz, hasta que un día le bajaron el sueldo, se lo bajaron un diez por ciento y le quitaron la paga de navidad. Decidió hacerse político, sí político y si era de un partido exitoso, mejor.

Era feliz siendo político en el gobierno, saltándose las promesas electorales y las normas a la torera, bajando sueldos por doquier, a todo el que pudiera, haciéndose rico en la pobreza. Era feliz hasta que un día los bancos le dijeron que tenía que terminar destruir su país, por el bien de la economía. Decidió dejar el país, sí dejarlo. Decidió hacerse banquero.

Era feliz siendo banquero en otro país, más rico, saltándose las normas internacionales a la torera. Era feliz sacando dinero a los deudores, a los que ya no tenían casi para pagar, alargando sus deudas —para no ahogarlos tanto— y así poder sacar dinero durante muchos años. Era feliz hasta que un día ya nadie pudo pagar, y el sistema “eterno” se fue al demonio. Decidió que era hora de reflexionar, de ver su pasado, de ver qué quería y qué podía ser a partir de ese momento. Decidió pegarse un tiro en la cabeza.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Cielos de espanto (parte I y parte II)


Cielos de espanto

Nada más atravesar la calle miró hacia arriba, el firmamento despuntaba destellos rojos por detrás de la montaña, era como si una explosión nuclear provocara aquel incendio sin víctimas. En su cara se dibujó una sonrisa y siguió admirando el espectáculo mudo de luces multicolor por detrás de las siluetas negras de siempre; casi se da un golpe con la fachada de la tienda, había llegado sin darse cuenta.

Marisa llegó antes, como de costumbre, ella venía en bicicleta y la dejaba enfrente. Se dio cuenta de que algo alegraba a Ramón y le preguntó qué era. «Ese cielo hermoso» respondió él y volvió a asomar al ventanal para verlo nuevamente, «pareciera que algo increíble estuviera pasando, no sé, algo como una explosión muy lejos, extraterrestres que se ocultan detrás de esas montañas, incendios radioactivos, algo distinto». La joven lo miró con ternura, era como tratar con un adolescente, esa cándida soltura con la que decía las cosas provocaba en Marisa un cariño especial. Se acercó a él y le acarició con sutileza en la espalda.

—¡Qué buen día tenemos! ¿Visteis el cielo? Es un regalo empezar el día así. Casi se me cae la bicicleta mientras la ataba a la señal mirando ese amanecer, ¿no me digáis que no os habéis dado cuenta?— señalaba con el brazo Marcelo a través del ventanal donde se reflejaban aún rayos rojos y amarillos.

—De lo que me he dado cuenta es de que has apoyado tu bicicleta sobre la mía, ¿no tenías otro sitio?— espetó señalando los vehículos Marisa, no era la primera vez que se lo comentaba.

—Bueno, vale, otro día aparco lejos de su «lujosa» máquina de transporte, Señorita— dijo dando un tono burlesco a la palabra —pero no voy a dejar que opaques ese estupendo cielo con tu amargura mañanera. ¿Has visto o no has visto ese estupendo y terrorífico cielo de hoy?

—Hoy y muchas más veces, ¿qué os pasa a los dos? Vaya fijación con el cielo, mil veces se ha puesto así. ¡Así es por las mañanas! ¿Queréis saber algo? Los rayos del sol entran en un ángulo determinado por la mañana y ese ángulo hace que los de frecuencia más cercana al infrarrojo y al rojo sean más visibles que los azules y ultravioletas. Ya está, es pura física. Nada de maravilloso, estupendo, terrorífico, ni nada.  No hay incendios, radioactividad, extraterrestres ni ninguna otra paranoia o poesía posible en esto. Es sólo luz, longitudes de onda y un ángulo. No hay más.

—¿Extraterrestres? Ramón esa locura es tuya, no mía, pero me gusta tío, me gusta…— y le dio una palmada en la espalda, ésta era menos cariñosa.

El cambio de ánimo de Marisa había trastocado gravemente a Ramón, antes de que entrara Marcelo, estuvo a punto de decirle algo, pero estaba claro que había hecho bien en no hacerlo, era tan rara como parecía; en un momento una cosa y al siguiente todo lo contrario. Pensó en contestar a Marcelo, incluso hacer una broma sobre las bicicletas o a cerca del comentario asquerosamente ingenieril de Marisa, pero no tenía ganas de nada. Las cosas iban muy mal en la oficina técnica y pronto iban a ir a la calle como los de la planta baja, los de las reformas, que habían cerrado el negocio hacía dos meses. «Igual termino en el locutorio» rumió mientras abría los correos del día anterior. ¿Era posible que ese cielo fuera el mismo de siempre? Marisa tenía razón, el cielo era admirable muchas mañanas, pero la de hoy era de un rojo intenso, exagerado. Se levantó y volvió a asomar a la ventana. Esta vez miró también para abajo, parecía que empezaba a llegar gente al locutorio, más tarde bajaría a hablar con Inés, la amiga cubana que lo llevaba por el camino de la amargura. «Inés seguro que sabe entender y explicarme qué es ese cielo tan raro». Al verlo pegado a la ventana y sin decir nada, Ramón se le acercó sigilosamente.

—Uuuuiiiuuuhh. Somos los hombres de detrás de las montañas, los montañeitors, venimos en son de paz… —susurró irónicamente al oído de Ramón, susurró pero con el tono suficiente como para que Marisa lo oyera también, ambos rieron —¿Hay alguien mirando? ¿Alguien se ha dado cuenta que somos nosotros? ¿Quién eres ser terrestre?

Ramón giró la cabeza y vio la mueca de Marcelo, la extraña cara de Marisa tratando de no reírse y riendo intermitente, era una escena interesante para un cómic, pero no para empleados de una pequeña empresa que estaba por desaparecer. Les dijo «vale, vamos a trabajar» y con eso se cortó la dinámica estúpida de mañana de miércoles. Se cortó y no se cortó, porque la imagen de un cielo fuera de lo normal abarcaba todos los pensamientos de Ramón López Urrutia. Milicias atacando la sierra de Madrid desde Segovia, helicópteros copando Rascafría y alrededores, seres invertebrados difuminando su energía sobre la sierra y expandiéndose como virus por la atmósfera Madrileña, o tal vez seres superiores avisando con ese espectro una llegada triunfal y el fin de las guerras y las armas en el planeta tierra. Fuera lo que fuera, eran las nueve de la mañana y el cielo seguía rojo y amarillo. Parecía una adaptación herética de la enseña catalana; un símbolo, más que un fenómeno atmosférico cualquiera. No pudo esperar hasta las diez y media y bajó al locutorio.

Cuando llegó a la calle el espectáculo se magnificó, no hizo falta entrar al locutorio, Inés estaba allí de pie mirando el horizonte. Todo era rojo y amarillo, las bicicletas, los portales, incluso los mosaicos de la fachada; no había nada que no reflejara aquel cielo impío que los cubría con su bicolor luz y los hacía sentir miedo de estar vivos. No les hizo falta hablar, Ramón tocó el hombro de Inés y sin girarse ella cogió su mano por sobre el hombro y con la otra buscó el pecho de Urrutia. Se cogieron obnubilados esperando a que algo sucediera.

* * *

Con los brazos así cruzados, Inés creyó ver en ese espantoso designio el fin de toda su vida. ¿Cómo podía ser que justo cuando conocía a un hombre decente, culto, amable y sobretodo «hombre», viniera el fin del mundo y acabara con todo. Era el diecinueve de diciembre y los Mayas habían predicho que el veintiuno… «Ramón, ¿qué está pasando?» dijo girando su cara, mientras terminaba de abrazarlo, dando la espalda al infierno matinal que abarcaba ya todo lo que los rodeaba. Él la apretó contra su pecho pero no pudo mirarla. Intentaba descifrar en los trazos horizontales que comenzaban a aparecer, en esas incipientes nubes algo más oscuras que marcaban surcos violáceos, el objeto de esa imagen que no quería que fuera el fin de todo. La apretó contra sí queriendo protegerla, protegerse. Ella se abstrajo por instante y cerró los ojos. Se dio cuenta de que por fin él la estaba abrazando como si fueran más que amigos, como si hubiera algo que tenía que haber hace tiempo y disfrutó de su calor. Los latidos en el pecho de Urrutia eran irregulares, rápidos y lentos, como un vals y un tango que se mezclados en un tempo anómalo. Miró hacia arriba y él, sin dejar de mirar al infinito, bajó la cabeza para acariciarla con su mentón.

Los surcos terminaron por definirse, eran ya líneas oscuras entre otras intensas y más anchas con un rojo amarillento difuminado. La progresión era muy lenta, pero era real; el tiempo parecía no transcurrir, aunque para ella sí, pues había logrado dejarse llevar por el abrazo intenso, por su ritmo cardíaco enfermo y por ese regalo tan esperado. Quiso decirle algo, pero pensó que habría sido una estupidez; si se acababa el mundo en ese momento ¿en qué otra situación mejor la podría encontrar? Abrazada al príncipe azul que a sus treinta y muchos aún no había llegado y por fin estaba abrazándola ¿algo mejor podía suceder en el mismo momento del fin de los tiempos? Pensó en su madre, ¿qué hora sería en Cuba? ¿Qué hora era ahora mismo allí? No se respondió, imaginó que en El pinar era de noche, que su madre dormía y que pasara lo que pasara, ella no se iba a enterar de nada.

Una brisa suave llegó hasta la gente que se había congregado en la calle, probablemente era la causa de los surcos del cielo, o había pasado a través de ellos, pensó López Urrutia. Se dio cuenta que todo el horizonte, incluso hasta el oeste, era ahora más oscuro, los surcos se habían transformado en la parte central del escenario y las líneas de sangre y fuego se difuminaban poco a poco. ¿Dónde estaba el sol? ¿Dónde había estado el sol en todo este tiempo que llevaban allí?

—¿Has visto el sol en algún momento?— preguntó mirando por fin a Inés, buscando sus ojos; los encontró cerrados.
—¿Cómo? ¿Qué dices? ¿El sol?— abrió por fin los ojos mientras respondía, miró al firmamento tratando de recordar las imágenes de antes del abrazo —No, ha estado nublado desde que esto empezó, desde que empezó a darme miedo…
—Es verdad, pero ¿dónde está ahora? Mira, las nubes se van, o eso parece, y no hay sol, está todo oscuro, pero no es de noche ¿o si?
—No lo sé. Mira el reloj, no sé nada, no entiendo nada…
—Está parado, y el móvil, el móvil tampoco funciona, está apagado..
—Mi celular también, tengo frío… abrázame… tengo mucho frío…
—Ven aquí. Yo también tengo frío, esto no es normal, no es nada normal, pero el cielo, mira el cielo otra vez…

El espeluznante firmamento se había convertido en una nube morada con ráfagas, con destellos blanquiazules que parecían pequeños rayos, o más bien centellas semitransparentes, claras, azules. No era una tormenta, no había sonidos, no había truenos. Una película muda los cubría con sus tres dimensiones y comenzó a aterrorizar a los espectadores. Hasta entonces todo el mundo había querido presenciar el fenómeno, pero el pánico comenzó a hacerse con parte de los espectadores cuando esas luces hicieron contacto entre sí. Ráfagas deslumbrantes —y al mismo tiempo silenciosas— hicieron correr a la muchedumbre a sus casas, a buscar refugio, a protegerse de ese frío seco y mortal que asolaba la atmósfera.

Ellos se refugiaron en el locutorio, no dejaron de mirar ni un segundo al cielo; se cubrieron con lo que encontraron allí y delante de la ventana esperaban atentos lo que podía venir. Inés recordó a los santos, los santeros, los chamanes, toda la brujería buena y mala que había aprendido de pequeña. Esto no era cosa buena, eso era seguro, y los Mayas lo habían predicho. El cielo era ahora una trama infinita de pequeñas ráfagas, suaves y fuertes de forma alternada por toda la cúpula morada —alguna vez celeste—, seguían formas aleatorias y descoordinadas. La imagen le recordó a Ramón las típicas simulaciones por ordenador de lo que son las conexiones dendríticas del cerebro, esas que hacen para los documentales. Eran conexiones, pero ¿entre qué cosas? y ¿dónde estaba el sol? El cielo estaba tan cerrado y cubierto de esas centellas que nada podía hacer pensar que el sol pudiera estar aún allí… Urrutia comenzó a pensar en lo peor, pero no quiso ni siquiera formularlo en su mente, estaba casi seguro, pero también lo había estado antes de las invasiones, de los extraterrestres y de las guerras. Inés seguía abrazada a él mirando lo mismo que él y pensando en su madre, en la familia de Cuba… ¿No estaba el cielo demasiado oscuro para ser tan pronto? Todavía no sabían la hora, pensó Inés, tal vez había pasado mucho tiempo, tal vez eran sólo las once de la mañana. Intentó encender la televisión y no apareció más que ruido, ni el wifi, ni Internet, nada funcionaba; el móvil seguía sin señal, los relojes estaban detenidos, hasta los del locutorio, imposible saber la hora sin ni siquiera ver el sol, ¡el sol!

—Ramón, ¡el sol! Tienes razón, el sol no está… ¿dónde está el sol? ¿Lo ves? Oscuridad, frío, esos rayos raros… ¡No hay sol! ¡Diosito santo, no hay más sol, no hay más sol!— comenzó a llorar desconsolada, Urrutia fue a recogerla al suelo mientras temblaban de terror, de angustia y de dolor…

Desde el suelo los dos, vieron como esas nubes extrañas se tornaban cada vez más y más oscuras. No parecían nubes pero estaban allí, en el cielo, o lo que esa bóveda oscura fuera ahora mismo. Las ráfagas intermitentes parecían hacerse más intensas y menos persistentes, su ritmo decrecía por momentos, aunque comenzaban a cambiar a un color más claro; algunas parecían ya de color verde oscuro o turquesa. Inés seguía llorando desconsolada en los brazos de López Urrutia, que no quitaba la vista de la oscura visión. ¿Cómo podía ser eso real? El sol no había desaparecido, sus conocimientos de física hacían eso inviable porque las leyes de la gravedad hacen que giremos alrededor del astro, el centro de nuestro sistema solar, la estrella que le da nombre. Pero lo que sí podía haber sucedido era una extinción de la energía, de las reacciones que daban fuerza al astro. Pensar en eso era como pensar en que podía acabarse el petróleo o que podía acabarse el viento. El primero estaba claramente en declive, desde el peak oil —la disminución progresiva del descubrimiento de nuevos yacimientos—, y si lo del sol era cierto, el viento pronto desaparecería, porque todos los fenómenos meteorológicos pasarían a ser completamente impredecibles, nuevos e inimaginados. Mientras la silenciosa y seca tormenta —por llamarla de alguna manera— se hacía más y más tenebrosa, Ramón levantó a Inés, se acercaron a la puerta. Estaba decidido a hacer algo, pero no sabiendo el qué, lo primero que pensó fue en ir a casa, a un resguardo o donde estuvieran más al abrigo de aquella nueva situación de la que sólo sabían una cosa, que les daba un miedo terrible.

Llegó en ese momento Marisa a la puerta, les contó que estaban reuniendo a todos para ir a un refugio, el ejército había llegado avisando que todos los que estuvieran al descubierto tenían que ir a las defensas de emergencia preparadas en las afueras de la ciudad. Lo único que se sabía era que la actividad solar había cesado en un lapso muy corto de tiempo, y que, las últimas emisiones electromagnéticas del sol habían sido tan intensas que todos los mecanismos y electrónica sensible a ellas habían quedado inservibles.

En el camión militar Inés abrió los ojos y por un momento dejó de pensar en su madre, en sus primos, en Cuba. Alzó la vista hasta cruzarla con los tristes ojos de Ramón, él le devolvió la sonrisa y se besaron dulcemente. Aún cuando no sabían nada del impacto real de las radiaciones, del futuro de aquel mundo sin sol, de cómo sería todo a partir de entonces, sabían una cosa; ahora se tenían el uno al otro y cualquiera fuera el tiempo que les quedara por vivir en ese mundo oscuro y frío, ellos lo vivirían como un regalo. Ese horrible cielo había hecho que se encontraran, les había devuelto la ilusión de vivir, sólo vivir, creyendo en el amor.


Pernando Gaztelu
 


martes, 13 de noviembre de 2012

Tal vez fuera invierno


La sala rebosaba de gente trabajando, las manos tecleaban sin cesar, y el sonido del teléfono no alteraba ni un ápice el ritmo de trabajo. En los cristales la lluvia resbalaba entre regueros de polvo y barro.
Tambaleándose, Agustín se levantó y tropezó con la papelera situada entre dos mesas.
-¡Ten más cuidado! –le gritó el de al lado.
Se volvió furibundo encarándose con el compañero.
-¿Qué te pasa? –su mirada era la de un toro a punto de embestir- ¿Por qué me gritas? He tropezado y …¿qué? –le contestó elevando los brazos hacia arriba en tono amenazante.
-¿Estás bien? –le preguntó Cecilia desde la mesa de la izquierda.
-Pues claro que estoy bien -respondió dando una patada a la papelera.
Dos mesas más adelante continuaban trabajando como si lo que ocurría no fuera con ellos.
Dando tumbos Agustín llegó al ascensor.
-Me marcho, no aguanto más –volvió a gritar.
La sala continuó impasible, como si nada hubiera ocurrido. Sin embargo, un poso de tristeza y amargura quedó en la pantalla de su ordenador.

Amelia entró en la sala, un murmullo de voces ininteligibles se expandían, chocaban contra las paredes y devolvían palabras malsonantes y gritos desesperados.
Se extrañó al ver la mesa de Agustín vacía, el ordenador apagado y el móvil olvidado en la bandeja del correo. Se conocían desde el instituto, luego la vida les llevó por caminos distintos. Se volvieron a encontrar el día que él fue nombrado jefe de negociado y ella tomó posesión de su puesto de ordenanza. Su alegría fue inmensa y retomaron una amistad que, según ella, no debió de perderse nunca.
De vez en cuando se tomaban un café  juntos, él la invitaba siempre. Aquel día habían quedado, ella repartiría el correo y luego, cuando el director se hubiera sentado en su sillón, se escaparían hasta la máquina de café. Agustín se desahogaba con ella, le contaba su vida y le detallaba cada minuto de su azarosa vida. Ella le tranquilizaba dándole ánimos. Sus confidencias le parecían cuentos chinos, fantasías para dar pena y lástima. No le importaba que le mintiera, era un ratico en el que la vida del otro ocupaba su aburrida y apática existencia.

Le esperó mientras se tomaba el café, más de un compañero le preguntó por Agustín, le contaron que se había marchado sin decir nada y de muy mal genio. Pensaron que igual ella sabría qué le había pasado. 
Al día siguiente, en la misma sala con el mismo ruido y a la misma hora, un ordenador apagado y un móvil sonando en la bandeja del correo despertó al compañero de mesa. Cuando se volvió para cogerlo dejó de sonar. Intentó curiosear para ver si había indicios de quién llamaba, pero la batería consiguió enterrar una respuesta, y muchas preguntas.
El director salió de su despacho y se dirigió hacia al ascensor. Su rostro reflejaba preocupación.
-Voy a salir, tardaré un rato. Si preguntan por mí, por favor diga que estoy reunido –pidió a su secretaria.
---oooOooo---

-¿Qué relación tiene con su empleado? –preguntaba el inspector de policía.
- Es una persona muy trabajadora, como jefe de negociado se encarga de transmitir mis órdenes a los empleados. A veces es un poco cascarrabias –sonrió al recordar su mal humor.
-¿Tenía enemigos? –volvió a preguntar.
-Hombre, a tanto no llego, a mi no me contaba nada, era bastante callado.
-¿Sabía usted que había falsificado su firma en una factura de mobiliario que nunca llegó a su destino? –lo dijo  a bocajarro, sin darse pausa, sin respirar.
-¿Qué me está usted diciendo? No, no sabía nada. ¿Y cuándo fue? Qué hijo de p..
Con palabras entrecortadas, Alvaro, el Director del Servicio de clientes y cuentas, trataba de justificar su ignorancia. 
El inspector de policía no transmitía nada, ni siquiera malestar, se dedicaba a hacer preguntas. En un rincón de la oficina, un auxiliar tecleaba las contestaciones en una máquina de escribir hispano Olivetti de los años 70. 
Los barrotes de una ventana separaban la comisaría de policía de la calle. Continuamente pasaban coches que provocaban ruidos en el interior y hacían que el inspector tuviera que repetir la pregunta. 
-Pues es un escándalo que está a punto de salpicar a la misma Presidenta de la entidad bancaria, de manera que tendrá que poner usted mucho de su parte para salir airoso de semejante embolado en el que usted y su empleado están metidos –le aclaró.

-Oiga, que yo no sé nada, que es la primera noticia que tengo, además Agustín hoy no ha venido a trabajar, le he llamado a su casa pero no contesta –Alvaro intentaba, de nuevo, evadir su responsabilidad.
-Ya lo sabemos, también sabemos que la dirección de su casa es falsa, así como los teléfonos. Pensamos que es un espía.
-¿Qué me está usted diciendo? ¿Qué es un espía? ¡venga ya! Si era un cobarde.
-¿En qué se basa para decir que era cobarde?
-Siempre que se convocaba una huelga se quedaba en casa enfermo. ¡Cómo va a ser un espía! Vaya una tontería.
-Bueno, nosotros no descartamos esa posibilidad. De todas formas la estafa del mobiliario ahí está, y usted dio su visto bueno a una factura.
-¿Qué me dice? –respondió asombrado.
Santiago le presentó una factura con el sello de la entidad y su firma.
-Aquí la tiene usted, es del 9 de febrero del año pasado –con el dedo le señalaba la fecha- Este mobiliario estaba destinado a las oficinas rurales. Nunca llegaron a su destino. 
-Tal vez el mobiliario esté almacenado en alguna nave -contestó Alvaro.
-Pues ya están ustedes tardando en ir a retirarlo.
El inspector intentaba acosar al Director mientras clavaba sus ojos en la ventana, su rostro se volvió sombrío cuando oyó una voz en el pasillo:
-Déjeme entrar, quiero hablar con el Inspector, ¡déjeme le digo! –se oyó, a la vez que la puerta se abría con fuerza, clavando el manillar en la pared. Los allí presentes se sobresaltaron.
Una mujer entró, empezó a dar golpes con el bolso a diestro y siniestro, haciendo caer los papeles y el portalápices con todo su contenido al suelo.
El inspector mandó silencio. La mujer lo miraba con rabia. La furia había hecho que sus pelos se descolocasen en una cabeza pequeña de ojos rasgados, nariz achatada y finos labios pintados de rojo carmín.
-A ver si aprendes otros modales, Matilde, espera ahí fuera y luego entras, ya te llamaré –intentaba calmarla. La mujer se arregló los pelos, se estiró la chaqueta y con un gesto de desprecio volvió a salir.
-Sigamos, Bermúdez, ¿dónde estábamos? –impasible, como si no hubiera pasado nada, el inspector continuó el interrogatorio.
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A las afueras de la ciudad, en la nave de un polígono industrial, Agustín clavaba con ansiedad una navaja en los asientos de las sillas. Tiradas por el suelo, las mesas rotas y las sillas sin patas semejaban el desenlace de una batalla donde los muebles habían sucumbido a una sangrienta contienda.
Las grietas del techo de la nave dejaban entrar la lluvia, un charco en el pavimento reflejaba la mirada de un objetivo clavado en el techo.
-¿Y ahora qué? –se lamentaba Agustín- ¿cómo voy a salir de ésta? ¿dónde estará el maldito pendrive? ¿por qué no lo encuentro? Estoy seguro de haberlo escondido en la pata de la mesa marrón, la de madera. 
El ruido de la puerta le hizo volver la cara.
Al fondo, como un espectro, avanzaba hacia él una gabardina blanca, unos zapatos de tacón y un sombrero azul.
-¿Qué haces tú aquí? ¿a qué has venido? ¡Vete!, me has oído, ¡vete! –gritaba con desasosiego. 
Un disparo y Agustín cayó muerto entre los escombros del mobiliario.



Encontraron a Agustín dos días después, y por casualidad. Una pequeña nota salió en el periódico, “hallado muerto un hombre en un descampado”. Sin embargo la noticia corrió como la pólvora, provocando en el banco un terremoto de sensaciones y zozobras que hizo que el personal dejara de trabajar durante dos días. 

continuará........

Charo Ruiz