Cielos de espanto
Nada más
atravesar la calle miró hacia arriba, el firmamento despuntaba destellos rojos
por detrás de la montaña, era como si una explosión nuclear provocara aquel
incendio sin víctimas. En su cara se dibujó una sonrisa y siguió admirando el
espectáculo mudo de luces multicolor por detrás de las siluetas negras de
siempre; casi se da un golpe con la fachada de la tienda, había llegado sin
darse cuenta.
Marisa llegó
antes, como de costumbre, ella venía en bicicleta y la dejaba enfrente. Se dio
cuenta de que algo alegraba a Ramón y le preguntó qué era. «Ese cielo hermoso»
respondió él y volvió a asomar al ventanal para verlo nuevamente, «pareciera
que algo increíble estuviera pasando, no sé, algo como una explosión muy lejos,
extraterrestres que se ocultan detrás de esas montañas, incendios radioactivos,
algo distinto». La joven lo miró con ternura, era como tratar con un
adolescente, esa cándida soltura con la que decía las cosas provocaba en Marisa
un cariño especial. Se acercó a él y le acarició con sutileza en la espalda.
—¡Qué buen día
tenemos! ¿Visteis el cielo? Es un regalo empezar el día así. Casi se me cae la
bicicleta mientras la ataba a la señal mirando ese amanecer, ¿no me digáis que
no os habéis dado cuenta?— señalaba con el brazo Marcelo a través del ventanal
donde se reflejaban aún rayos rojos y amarillos.
—De lo que me he
dado cuenta es de que has apoyado tu bicicleta sobre la mía, ¿no tenías otro
sitio?— espetó señalando los vehículos Marisa, no era la primera vez que se lo
comentaba.
—Bueno, vale,
otro día aparco lejos de su «lujosa» máquina de transporte, Señorita— dijo
dando un tono burlesco a la palabra —pero no voy a dejar que opaques ese
estupendo cielo con tu amargura mañanera. ¿Has visto o no has visto ese
estupendo y terrorífico cielo de hoy?
—Hoy y muchas
más veces, ¿qué os pasa a los dos? Vaya fijación con el cielo, mil veces se ha
puesto así. ¡Así es por las mañanas! ¿Queréis saber algo? Los rayos del sol
entran en un ángulo determinado por la mañana y ese ángulo hace que los de
frecuencia más cercana al infrarrojo y al rojo sean más visibles que los azules
y ultravioletas. Ya está, es pura física. Nada de maravilloso, estupendo,
terrorífico, ni nada. No hay incendios,
radioactividad, extraterrestres ni ninguna otra paranoia o poesía posible en
esto. Es sólo luz, longitudes de onda y un ángulo. No hay más.
—¿Extraterrestres?
Ramón esa locura es tuya, no mía, pero me gusta tío, me gusta…— y le dio una
palmada en la espalda, ésta era menos cariñosa.
El cambio de
ánimo de Marisa había trastocado gravemente a Ramón, antes de que entrara
Marcelo, estuvo a punto de decirle algo, pero estaba claro que había hecho bien
en no hacerlo, era tan rara como parecía; en un momento una cosa y al siguiente
todo lo contrario. Pensó en contestar a Marcelo, incluso hacer una broma sobre
las bicicletas o a cerca del comentario asquerosamente ingenieril de Marisa,
pero no tenía ganas de nada. Las cosas iban muy mal en la oficina técnica y
pronto iban a ir a la calle como los de la planta baja, los de las reformas,
que habían cerrado el negocio hacía dos meses. «Igual termino en el locutorio» rumió mientras abría los correos del
día anterior. ¿Era posible que ese cielo fuera el mismo de siempre? Marisa
tenía razón, el cielo era admirable muchas mañanas, pero la de hoy era de un
rojo intenso, exagerado. Se levantó y volvió a asomar a la ventana. Esta vez
miró también para abajo, parecía que empezaba a llegar gente al locutorio, más
tarde bajaría a hablar con Inés, la amiga cubana que lo llevaba por el camino
de la amargura. «Inés seguro que sabe entender y explicarme qué es ese cielo
tan raro». Al verlo pegado a la ventana y sin decir nada, Ramón se le acercó
sigilosamente.
—Uuuuiiiuuuhh.
Somos los hombres de detrás de las montañas, los montañeitors, venimos en son de paz… —susurró irónicamente al oído
de Ramón, susurró pero con el tono suficiente como para que Marisa lo oyera
también, ambos rieron —¿Hay alguien mirando? ¿Alguien se ha dado cuenta que
somos nosotros? ¿Quién eres ser terrestre?
Ramón giró la
cabeza y vio la mueca de Marcelo, la extraña cara de Marisa tratando de no
reírse y riendo intermitente, era una escena interesante para un cómic, pero no
para empleados de una pequeña empresa que estaba por desaparecer. Les dijo «vale,
vamos a trabajar» y con eso se cortó la dinámica estúpida de mañana de
miércoles. Se cortó y no se cortó, porque la imagen de un cielo fuera de lo
normal abarcaba todos los pensamientos de Ramón López Urrutia. Milicias
atacando la sierra de Madrid desde Segovia, helicópteros copando Rascafría y
alrededores, seres invertebrados difuminando su energía sobre la sierra y
expandiéndose como virus por la atmósfera Madrileña, o tal vez seres superiores
avisando con ese espectro una llegada triunfal y el fin de las guerras y las
armas en el planeta tierra. Fuera lo que fuera, eran las nueve de la mañana y
el cielo seguía rojo y amarillo. Parecía una adaptación herética de la enseña
catalana; un símbolo, más que un fenómeno atmosférico cualquiera. No pudo
esperar hasta las diez y media y bajó al locutorio.
Cuando llegó a
la calle el espectáculo se magnificó, no hizo falta entrar al locutorio, Inés
estaba allí de pie mirando el horizonte. Todo era rojo y amarillo, las
bicicletas, los portales, incluso los mosaicos de la fachada; no había nada que
no reflejara aquel cielo impío que los cubría con su bicolor luz y los hacía
sentir miedo de estar vivos. No les hizo falta hablar, Ramón tocó el hombro de
Inés y sin girarse ella cogió su mano por sobre el hombro y con la otra buscó
el pecho de Urrutia. Se cogieron obnubilados esperando a que algo sucediera.
* *
*
Con los brazos
así cruzados, Inés creyó ver en ese espantoso designio el fin de toda su vida.
¿Cómo podía ser que justo cuando conocía a un hombre decente, culto, amable y
sobretodo «hombre», viniera el fin del mundo y acabara con todo. Era el
diecinueve de diciembre y los Mayas habían predicho que el veintiuno… «Ramón,
¿qué está pasando?» dijo girando su cara, mientras terminaba de abrazarlo,
dando la espalda al infierno matinal que abarcaba ya todo lo que los rodeaba. Él
la apretó contra su pecho pero no pudo mirarla. Intentaba descifrar en los
trazos horizontales que comenzaban a aparecer, en esas incipientes nubes algo
más oscuras que marcaban surcos violáceos, el objeto de esa imagen que no
quería que fuera el fin de todo. La apretó contra sí queriendo protegerla,
protegerse. Ella se abstrajo por instante y cerró los ojos. Se dio cuenta de que
por fin él la estaba abrazando como si fueran más que amigos, como si hubiera
algo que tenía que haber hace tiempo y disfrutó de su calor. Los latidos en el
pecho de Urrutia eran irregulares, rápidos y lentos, como un vals y un tango
que se mezclados en un tempo anómalo. Miró hacia arriba y él, sin dejar de
mirar al infinito, bajó la cabeza para acariciarla con su mentón.
Los surcos
terminaron por definirse, eran ya líneas oscuras entre otras intensas y más
anchas con un rojo amarillento difuminado. La progresión era muy lenta, pero
era real; el tiempo parecía no transcurrir, aunque para ella sí, pues había
logrado dejarse llevar por el abrazo intenso, por su ritmo cardíaco enfermo y
por ese regalo tan esperado. Quiso decirle algo, pero pensó que habría sido una
estupidez; si se acababa el mundo en ese momento ¿en qué otra situación mejor
la podría encontrar? Abrazada al príncipe azul que a sus treinta y muchos aún
no había llegado y por fin estaba abrazándola ¿algo mejor podía suceder en el
mismo momento del fin de los tiempos? Pensó en su madre, ¿qué hora sería en
Cuba? ¿Qué hora era ahora mismo allí? No se respondió, imaginó que en El pinar
era de noche, que su madre dormía y que pasara lo que pasara, ella no se iba a
enterar de nada.
Una brisa suave
llegó hasta la gente que se había congregado en la calle, probablemente era la
causa de los surcos del cielo, o había pasado a través de ellos, pensó López
Urrutia. Se dio cuenta que todo el horizonte, incluso hasta el oeste, era ahora
más oscuro, los surcos se habían transformado en la parte central del escenario
y las líneas de sangre y fuego se difuminaban poco a poco. ¿Dónde estaba el
sol? ¿Dónde había estado el sol en todo este tiempo que llevaban allí?
—¿Has visto el
sol en algún momento?— preguntó mirando por fin a Inés, buscando sus ojos; los
encontró cerrados.
—¿Cómo? ¿Qué
dices? ¿El sol?— abrió por fin los ojos mientras respondía, miró al firmamento
tratando de recordar las imágenes de antes del abrazo —No, ha estado nublado
desde que esto empezó, desde que empezó a darme miedo…
—Es verdad, pero
¿dónde está ahora? Mira, las nubes se van, o eso parece, y no hay sol, está
todo oscuro, pero no es de noche ¿o si?
—No lo sé. Mira
el reloj, no sé nada, no entiendo nada…
—Está parado, y
el móvil, el móvil tampoco funciona, está apagado..
—Mi celular
también, tengo frío… abrázame… tengo mucho frío…
—Ven aquí. Yo
también tengo frío, esto no es normal, no es nada normal, pero el cielo, mira
el cielo otra vez…
El espeluznante
firmamento se había convertido en una nube morada con ráfagas, con destellos
blanquiazules que parecían pequeños rayos, o más bien centellas semitransparentes,
claras, azules. No era una tormenta, no había sonidos, no había truenos. Una
película muda los cubría con sus tres dimensiones y comenzó a aterrorizar a los
espectadores. Hasta entonces todo el mundo había querido presenciar el
fenómeno, pero el pánico comenzó a hacerse con parte de los espectadores cuando
esas luces hicieron contacto entre sí. Ráfagas deslumbrantes —y al mismo tiempo
silenciosas— hicieron correr a la muchedumbre a sus casas, a buscar refugio, a
protegerse de ese frío seco y mortal que asolaba la atmósfera.
Ellos se
refugiaron en el locutorio, no dejaron de mirar ni un segundo al cielo; se
cubrieron con lo que encontraron allí y delante de la ventana esperaban atentos
lo que podía venir. Inés recordó a los santos, los santeros, los chamanes, toda
la brujería buena y mala que había aprendido de pequeña. Esto no era cosa
buena, eso era seguro, y los Mayas lo habían predicho. El cielo era ahora una
trama infinita de pequeñas ráfagas, suaves y fuertes de forma alternada por
toda la cúpula morada —alguna vez celeste—, seguían formas aleatorias y
descoordinadas. La imagen le recordó a Ramón las típicas simulaciones por
ordenador de lo que son las conexiones dendríticas del cerebro, esas que hacen
para los documentales. Eran conexiones, pero ¿entre qué cosas? y ¿dónde estaba
el sol? El cielo estaba tan cerrado y cubierto de esas centellas que nada podía
hacer pensar que el sol pudiera estar aún allí… Urrutia comenzó a pensar en lo
peor, pero no quiso ni siquiera formularlo en su mente, estaba casi seguro,
pero también lo había estado antes de las invasiones, de los extraterrestres y
de las guerras. Inés seguía abrazada a él mirando lo mismo que él y pensando en
su madre, en la familia de Cuba… ¿No estaba el cielo demasiado oscuro para ser
tan pronto? Todavía no sabían la hora, pensó Inés, tal vez había pasado mucho
tiempo, tal vez eran sólo las once de la mañana. Intentó encender la televisión
y no apareció más que ruido, ni el wifi, ni Internet, nada funcionaba; el móvil
seguía sin señal, los relojes estaban detenidos, hasta los del locutorio,
imposible saber la hora sin ni siquiera ver el sol, ¡el sol!
—Ramón, ¡el sol!
Tienes razón, el sol no está… ¿dónde está el sol? ¿Lo ves? Oscuridad, frío, esos
rayos raros… ¡No hay sol! ¡Diosito santo, no hay más sol, no hay más sol!—
comenzó a llorar desconsolada, Urrutia fue a recogerla al suelo mientras
temblaban de terror, de angustia y de dolor…
Desde el suelo
los dos, vieron como esas nubes extrañas se tornaban cada vez más y más
oscuras. No parecían nubes pero estaban allí, en el cielo, o lo que esa bóveda
oscura fuera ahora mismo. Las ráfagas intermitentes parecían hacerse más
intensas y menos persistentes, su ritmo decrecía por momentos, aunque comenzaban
a cambiar a un color más claro; algunas parecían ya de color verde oscuro o turquesa.
Inés seguía llorando desconsolada en los brazos de López Urrutia, que no
quitaba la vista de la oscura visión. ¿Cómo podía ser eso real? El sol no había
desaparecido, sus conocimientos de física hacían eso inviable porque las leyes
de la gravedad hacen que giremos alrededor del astro, el centro de nuestro
sistema solar, la estrella que le da nombre. Pero lo que sí podía haber
sucedido era una extinción de la energía, de las reacciones que daban fuerza al
astro. Pensar en eso era como pensar en que podía acabarse el petróleo o que
podía acabarse el viento. El primero estaba claramente en declive, desde el peak oil —la disminución progresiva del
descubrimiento de nuevos yacimientos—,
y si lo del sol era cierto, el viento pronto desaparecería, porque todos los
fenómenos meteorológicos pasarían a ser completamente impredecibles, nuevos e
inimaginados. Mientras la silenciosa y seca tormenta —por llamarla de alguna
manera— se hacía más y más tenebrosa, Ramón levantó a Inés, se acercaron a la
puerta. Estaba decidido a hacer algo, pero no sabiendo el qué, lo primero que
pensó fue en ir a casa, a un resguardo o donde estuvieran más al abrigo de
aquella nueva situación de la que sólo sabían una cosa, que les daba un miedo
terrible.
Llegó en ese
momento Marisa a la puerta, les contó que estaban reuniendo a todos para ir a
un refugio, el ejército había llegado avisando que todos los que estuvieran al
descubierto tenían que ir a las defensas de emergencia preparadas en las
afueras de la ciudad. Lo único que se sabía era que la actividad solar había
cesado en un lapso muy corto de tiempo, y que, las últimas emisiones
electromagnéticas del sol habían sido tan intensas que todos los mecanismos y
electrónica sensible a ellas habían quedado inservibles.
En el camión
militar Inés abrió los ojos y por un momento dejó de pensar en su madre, en sus
primos, en Cuba. Alzó la vista hasta cruzarla con los tristes ojos de Ramón, él
le devolvió la sonrisa y se besaron dulcemente. Aún cuando no sabían nada del
impacto real de las radiaciones, del futuro de aquel mundo sin sol, de cómo
sería todo a partir de entonces, sabían una cosa; ahora se tenían el uno al
otro y cualquiera fuera el tiempo que les quedara por vivir en ese mundo oscuro
y frío, ellos lo vivirían como un regalo. Ese horrible cielo había hecho que se
encontraran, les había devuelto la ilusión de vivir, sólo vivir, creyendo en el
amor.
Pernando Gaztelu