Acababa
de coger el tren. Un asunto le traía entre manos. La ciudad era
grande, pero él ya no vivía en ella. Había ido para un asunto privado.
En otro momento, o quizás ya en otra vida moró, pero ahora de aquello
sólo le quedaba un recuerdo. Y literalmente, “solo”, pues todo había
cambiado. Ya nada se veía igual. Aquellos ojos de chico que todo lo
miraban por primera vez ya habían desaparecido por completo. En su
lugar, unos ojos más vividos, remiraban lo ya visto. Sus compañeros de
tren poco interés mostraban en lo que había a su alrededor, poco les
importaba, para ellos, demasiado conocido todo, demasiado triste. El
tren corría, corría, no se paraba y aquellos hombres y mujeres dormían,
leían, miraban al frente, con la mente puesta en otra parte,
posiblemente en el hogar, dulce hogar. Las ventanas se podían
perfectamente haber quitado y no se hubiera notado nada. La luz del
interior del vagón al llegar la noche se reflejaba en el cristal y no
se veía nada pero tampoco había nada.
Los
lugares por donde pasa una vía de tren no tienen atractivo. A nadie le
gusta quedarse en ella, ni siquiera a las plantas. El metal, el “ferro
carril” lo domina todo y ahuyenta a la naturaleza que deja paso al
desierto. En cuanto a él, el tren le llevaba a su quehacer, el cual
quería quitarse de encima cuanto antes, como a su vez quería regresar de
su pasado a su presente, donde a estas alturas de su vida radicaba su
ser. Su pasado suponía en realidad una transposición a un mundo que ya
dejó de existir hace ya mucho tiempo, como decíamos, hace ya otra vida.
2 comentarios:
Muy bien, buen comienzo Iñaki! Me dejas con demasiada intriga... A qué va a la ciudad? Keremos más!
Para mí las estaciones de tren son lugares donde comienza o termina una historia. El relato, como el tren, tiene varias paradas en estaciones distintas, tal vez la próxima estación sea la de autobuses.
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